Sin duda el gran problema de estos días es la inseguridad pública y las redes que la sustentan. No se trata del aumento de un índice delictivo, sino de la expresión de una grave descomposición social, política y económica. Se trata de una dimensión compleja que abarca varios frentes de forma simultánea y con impactos diferentes: hay una explosión de la delincuencia organizada que ahoga a la ciudadanía y tiene mil caras, bandas de secuestradores, asaltantes, roba coches, distribuidores de droga en diversas escalas, contrabandistas, golpeadores, etcétera; una política para enfrentar al crimen que ha resultado bastante errática y muy ineficiente, no sólo por sus métodos, sino por sus resultados; un marco jurídico regulatorio deficiente; una colusión de intereses entre delincuentes y autoridades policiacas, base de una enorme corrupción; un espejo gemelo de criminalidad y corrupción en el mundo de narcotráfico que potencia el problema; una violación de derechos humanos que empeora este clima de violencia.
Hay un mapa territorial del problema: primero hay una concentración del problema en las grandes ciudades, y de forma particular en el Distrito Federal y su zona metropolitana, con repeticiones menores en otras grandes ciudades; después existen otras áreas marcadas por las redes del narcotráfico y por la guerra de los cárteles, ciudades que sufren un alto impacto de violencia cotidiana como en Guadalajara, Tijuana o Ciudad Juárez; en otro nivel, también hay una expresión del problema en las ciudades medias; y por último existe un nivel rural que contiene una expresión conflictiva que mezcla el caciquismo con la delincuencia, la intolerancia política con la violencia y la pobreza con la desesperación.
En este conjunto llama la atención la actitud gubernamental. Nos encontramos frente a un gobierno que se ha declarado derrotado, que asume que ha perdido la batalla de la inseguridad pública, lo cual es altamente preocupante por la falta de gobernabilidad que ha llevado la política de seguridad a extremos insospechados. El último detonador del caso fue la declaración, por demás polémica, del general Salgado en su comparecencia ante la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, cuando señaló si no seguían los operativos -que son ruidosos, desproporcionados e ineficientes- pronto se llegaría al toque de queda. Con esta metáfora, que bien puede ser una amenaza o un chantaje, los ciudadanos nos tenemos que ubicar en otro nivel, porque nadie nos había dicho que estábamos en guerra para suspender las garantías individuales.
En los últimos años se ha dado un crecimiento exponencial del problema, lo cual no quiere decir que antes no existiera, o que la policía fuera más eficiente o que hubiera menos corrupción; más bien, se trata de un problema que cambió de dimensión. Por supuesto que el modelo económico tiene que ver: el desempleo, la exclusión estructural de millones de mexicanos que no tienen cabida en el modelo, la pérdida de futuro como una dimensión real y deseable, el achicamiento del Estado de bienestar, la crisis económica que agravó las condiciones de vida del país, son condiciones que han creado un cuadro estructural propiciatorio de anomia. Sin un cambio de política económica será muy complicado modificar el cuadro de la inseguridad pública y reconstruir el tejido social. Otro nivel de discusión tiene que ver con las medidas políticas a tomar. Si la delincuencia y la corrupción policiaca se han salido de control, qué se necesita hacer para regresarlas a un nivel manejable.
¿Será tan poderosa la red de delincuencia y criminalidad como para vencer al Estado? A pesar del incremento presupuestal para seguridad pública es obvio que no alcanza. Hasta el momento no se ve que las autoridades estén comprometidas en serio con el combate a la delincuencia; con los famosos operativos se pega en los niveles más bajos del problema, pero no se ven medidas para arriba de la pirámide; la escalera se queda muy abajo; los instrumentos no han sido eficientes, sólo hay que seguirle la pista a un ciudadano que ha sido víctima de un delito para conocer laberintos kafkianos de burocracia y corrupción que no llevan a ningún lado, salvo a mantener el mismo sistema.
Necesitamos una reforma integral que enfrente a todas las facetas del problema; se requiere de una gigantesca voluntad política para comprometerse con esta reforma. Todas las expectativas ciudadanas están puestas en el gobierno cardenista que se inicia en dos meses, será su prueba de fuego. Hoy ese gran pastel de inseguridad, criminalidad y corrupción es una grave amenaza a la estabilidad y a la construcción democrática. Veremos...
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