Al preparar las clases sobre procesos creativos integradas al seminario de la UNAM me topé con un libro fastidioso. El impulso de escribir sobre The price of greatness, de Arnold M. Ludwig, debe corresponder de mi parte a una pulsión masoquista o tal vez a la incomodidad que me provoca el que trabajos basados en estadísticas poco confiables que dan como resultado deducciones arbitrarias, si no es que absurdas, encuentren editoriales tan importantes como The Guilford Press (Nueva York y Londres) además de una envidiable distribución. El subtítulo de la publicación es pretensioso: ``resolviendo la controversia entre creatividad y locura''. El autor, profesor de psiquiatría en el centro médico de la Universidad de Kentucky, no es ningún desconocido: ha publicado decenas de artículos y otros libros, todos sobre temas anexos.
La primera objeción que tengo sobre éste, su más reciente trabajo publicado de 310 p. (1996), es que para su investigación sólo tomó en cuenta reseñas bibliográficas sobre biografías en buena medida (pero no en forma exclusiva) aparecidas en The New York Times Book Review. De esta manera sus ayudantes deben haberle seleccionado mil 004 eminent people y con varias computadoras manejadas por ellos, con harta probabilidad, armó un tratado globalizante que acusa primero que nada absoluta carencia de sensibilidad hacia las artes en cualesquiera de sus manifestaciones. El enfoque es conductista con matiz skineriano, y toma algunas fuentes bibliográficas, que como el Reporte Kinsey, necesitarían drástica revisión. Igual que otras publicaciones referidas a personajes destacados en las artes, las ciencias, la política, la filosofía (aquí se incluye el deporte) por lo común realizadas por investigadores anglosajones, ésta (excepto en dos casos) no toma en cuenta a latinoamericanos y ofrece un reportaje escaso de menciones a mediterráneos, asiáticos, rusos y australianos. Los latinoamericanos que aparecen en párrafos muy breves son Frida Kahlo y Diego Rivera, éste en relación con la primera, no por sí mismo, a pesar de que The faboulous life of Diego Rivera, de Bertram D. Wolfe, obtuvo muchas reseñas. ¿Diego no fue excéntrico jamás?, ¿ni mitómano?
Ludwig no se ocupa de decir qué entiende por creatividad, qué entiende por ``locura'' si ésta es escisión de la personalidad o si también lo son las conductas aparentemente fuera de la norma. Además, ¿dónde está ésta? no hay borderlines precisos. Tampoco nos deja saber dónde y cómo encontró la grandeza de muchos de sus personajes --totalmente desconocidos incluso para un lector informado-- además de que omite nombres de personas notabilísimas (nos caigan bien o mal) que como Margaret Thatcher o la madre Teresa de Calcuta han resultado protagonistas en esta última mitad del siglo. Aclaro que el libro no presenta sólo a gente creativa que como Hemingway o William Faulkner tuvieron problemas. Ellos fueron grandes adictos al alcohol y como ambos recibieron el Nobel están citados en el ingenuo capítulo Alcohol-related problems en el que el autor se permite ignorar a Francis Bacon. Desconoce además a Sylvia Plath quien era profundamente depresiva (aquí sí hay patología real, unida a creatividad) y que se suicidó en el curso de una severa crisis. Entre los suicidas omite también a Otto Weininger, muerto a los 24 años después de haber publicado Sexo y carácter, un auténtico best-seller que se sigue leyendo hoy día y que lleva decenas de ediciones en todos los idiomas, pues por discutibles que resulten sus teorías, lo son las de un individuo genialoide extraordinariamente precoz.
En cambio incluye a Freud entre los suicidas, porque su apreciación es tan superficial o tan mogigata que no alcanzó a conocer algo que está al alcance de cualquier estudiante de primer semestre de psicología: Freud tenía cáncer en la mandíbula, le practicaron un sinnúmero de operaciones, la postrera ya en su exilio londinense. Acordó con su médico: Max Schur, que cuando ya no pudiera leer ni escribir siquiera carts, le aplicara una sobredosis de la morfina que ya de por sí le prescribía para calmar los dolores. Eso no es suicidio, menos si se tienen 84 años. Ni siquiera llega a ser eutanasia, porque Freud, quien murió el 19 de septiembre de 1939 se hubiera muerto pocos días después de todos modos, puesto que aparte del cáncer ya inoperable, alcanzó a saber de la invasión nazi a Polonia (escuchaba la radio estupefacto) y a prever el destino de sus dos hermanas que, imposibilitadas de exiliarse, acabaron en la cámara de gases.
Pero lo peor es que, a diferencia de otros autores anglosajones como Kay Redfield Jamison, quien se ocupa también de estos temas y se ha valido de estadísticas, Arnold M. Ludwig no tiene agilidad en la prosa y se ve que desconoce todo sobre cine, pues al único director que le dedica unas líneas en el apartado sobre The impact of social marginality es a Fassbinder, considerándolo ``marginal'' ¡por su homosexualidad! a estas alturas del partido.