La Jornada martes 30 de septiembre de 1997

Carlos Martínez García
El intocable

El airado reclamo del arzobispo Norberto Rivera Carrera a los reporteros de la fuente religiosa, por atreverse a preguntarle su opinión acerca de las narcolimosnas, lleva implícita la idea de los altos clérigos de que son incuestionables. En esta lógica los demás tienen que rendir cuentas de su actuación pública, pero los dirigentes religiosos católicos no.

En los meses recientes, variados documentos eclesiásticos, publicaciones como el órgano informativo de la Arquidiócesis capitalina Nuevo Criterio y declaraciones de funcionarios eclesiásticos, se han ocupado de señalar la falta de democracia en el sistema político mexicano. Tal consideración es, me parece, compartida por la mayoría de la opinión pública. Sin embargo, los reclamos de obispos y arzobispos tendrían mayor autoridad si dentro de la estructura católica practicaran la democracia que demandan en ámbitos ajenos a la Iglesia. La democratización de la sociedad conlleva actuaciones más transparentes de los actores sociales, especialmente de personajes a los que por diversas razones y mecanismos la sociedad les otorga autoridad pública y privada. En la democracia por la que tanto dice estar preocupado Rivera Carrera, una autoridad debe validar su puesto cotidianamente. Es decir, en el acto de encabezar una organización, gobernar a los ciudadanos, o pastorear una grey -caso del arzobispo- los líderes tienen la responsabilidad de explicar convincentemente el porqué de sus acciones.

A esta ola democratizadora parecen ser impermeables los jerarcas católicos. Y así lo evidencia a la menor oportunidad Norberto Rivera. El no argumenta: pontifica, juzga y sentencia lo mismo a las que llama sectas que a los responsables de informar a la ciudadanía que uno de los medios para protegerse de contraer el virus del sida es usando el condón. En esto es un digno representante de una cultura católica en la que se acostumbra ordenar a la gente qué hacer, en lugar de persuadir, convencer a las personas de que las propuestas éticas enarboladas por el Vaticano son las adecuadas para ser adoptadas por la población mexicana.

Por eso el obispo Rivera se exalta cuando los cada vez más exigentes reporteros le inquieren y no se quedan contentos con las respuestas que les da sobre los asuntos públicos. Estos requerimientos son el resultado de toda clase de declaraciones clericales acerca de las elecciones, los programas oficiales de planificación familiar, la marcha de la economía nacional y el rumbo de la educación pública, entre otros asuntos. Don Norberto busca los reflectores de la prensa para que reproduzcan los puntos de vista de la Arquidiócesis, pero se enoja y reparte iracundas admoniciones a los inquietos reporteros que no se contentan con el boletín oficial del clérigo e intentan ahondar en las razones que lo fundamentan.

En los poco más de dos años que lleva al frente del arzobispado de la capital, Norberto Rivera Carrera se ha caracterizado por implantar una política tendente tanto a recuperar el protagonismo de la Iglesia católica en la vida de la ciudad como a reforzar la imagen de quien preside la Arquidiócesis, o sea, él mismo. Por edad, enfermedad, personalidad y estilo, quien antecedió a Rivera en el puesto, Ernesto Corripio Ahumada, descuidó en los últimos años la presencia pública de la Iglesia mayoritaria en los asuntos de interés social. Rivera es todo lo contrario, y no desaprovecha oportunidad para ensanchar la influencia política y cultural de la Iglesia, en la que ocupa prominente puesto. Así es que inició un programa de llevar la institución católica a las calles, y en varias ocasiones ha oficiado misas en pleno Zócalo aunque los saldos de esas incursiones han sido más bien magros y no igualan concentraciones de otros grupos en la misma plaza, como las de los pentecostales.

En los tiempos de una nueva cultura cívica que se está construyendo en México, los líderes exentos de rendir cuentas a la opinión pública son cosa del pasado. Por intocable que se proclame, el arzobispo Norberto Rivera ya no puede decirse agredido por reporteros que en cumplimiento de su tarea periodística le piden su opinión sobre determinados tópicos. El quisiera que los periodistas se le acercaran como si fueran sus feligreses. Y aunque ellos y ellas sean católicos, en asuntos de recabar información le deben fidelidad a sus lectores y no al clérigo que los amenaza y reprende por haber osado referirse a él sin los modos propios de comedidos acólitos. Si el arzobispo a cada rato reivindica su derecho a opinar sobre lo que le venga en gana, entonces no puede negarle ese mismo derecho a la opinión pública que busca explicaciones que sustenten los tajantes juicios de Rivera Carrera. Creer otra cosa es seguir relegando la democracia al terreno de lo electoral, sin que pase por la gestación de una nueva cultura.