A los amantes de la literatura, el nombre Freiherr von Münchhausen les recuerda aquel soldado que luchó al lado de los rusos contra los turcos en el siglo XVIII y que amerita una cita en las grandes enciclopedias por haber sido un extraordinario cuentista. Sus historias versaban sobre su vida como soldado, cazador y deportista. Tales leyendas fueron editadas tiempo después como Las aventuras del Barón de Münchhausen que es lo que se preserva de su obra. Los amantes de la medicina conocemos otra historia. Similar por la actuación, diferente por el contenido.
En las salas de urgencia, el Síndrome de Münchhausen (SM) es un término conocido, no por ser una entidad frecuente sino por su fascinación clínica. Los individuos que sufren esta enfermedad acuden con los médicos inventando todo tipo de síntomas y cuadros clínicos abigarrados. Debido a su capacidad actoril y mitomanía logran, en ocasiones, confundir incluso a los médicos más avezados. En la actualidad, el SM se usa para describir pacientes que tienen múltiples hospitalizaciones, usualmente hombres jóvenes, desadaptados socialmente, que inventan y se provocan enfermedades, histriónicos, con alteraciones psiquiátricas y que son ``patológicamente mentirosos''.
Estos enfermos ilustran, en grado extremo, el poder que el pathos puede tener sobre el individuo. Esquematizan también el nexo social que existe entre individuos e instituciones, en donde el primero, a través de enfermedades fingidas, exige la protección que la medicina como institución puede brindarle. El SM afecta sólo a una persona y carece de tintes políticos. En cambio, los ``migrantes'' cubanos que en 1994 intentaron abandonar la isla hacia Estados Unidos seguramente no conocían el síndrome y quizás tampoco los cuentos del Barón. Las peripecias, los sinsabores y la frustración durante su estancia en la Bahía de Guantánamo hicieron de su salud materia política. Si bien no existen epidemias del síndrome de marras, sí hay antecedentes que vinculan enfermedad y política. Narro, tales interacciones, basándome en un artículo publicado en abril de 1997 en la revista New England Journal of Medicine.
Como se recordará, a finales de 1994 miles de cubanos intentaron llegar a Estados Unidos utilizando embarcaciones inseguras. La mayoría fueron detenidos por guardacostas y trasladados a Guantánamo. Se calcula que 30 mil ``migrantes'' --condición acuñada por el gobierno estadunidense-- fueron ``interceptados'' --estas comillas son mías-- y regresados a la base estadunidense. Se acordó que podrían ser transferidos a Estados Unidos sólo mujeres embarazadas, menores de 18 y mayores de 70 y quienes tuviesen enfermedades que requiriesen tratamiento médico no disponible en Guantánamo. Las condiciones anteriores excluían a la gran mayoría, quienes quedaban en la indefinida calidad de ``migrantes''. Desde el punto de vista humano su situación era deplorable: al huir de Cuba estaban atrapados, sin un futuro claro y sin la capacidad de decidir. En cierta medida, su destino les pertenecía menos que antes.
Tal indefinición y ante la imposibilidad de modificar su estatus migratorio precipitó el desencadenamiento de enfermedades fíngidas o autoproducidas. De acuerdo a Thomas Andrews y coautores los detenidos se causaban abscesos escrotales o en piernas al inyectarse diesel, quemaduras por medio de plástico fundido, obstrucción intestinal al ingerir rocas o baterías, sangrados rectales secundarios a trauma, asma por inhalar diversas sustancias, exacerbación de enfermedades por abandono de tratamiento, etcétera. Los pacientes con lesiones o problemas médicos graves conseguían su propósito y eran enviados a Estados Unidos. Producirse enfermedades engloba sinsentidos, pesimismo y desesperanza: la automutilación como vía para cambiar de país. Incorpora además la noción de que la salud, transmutada voluntariamente en enfermedad, puede convertirse en instrumento político.
El ``contagio social'' de las enfermedades es un problema serio de nuestros tiempos. Las sanciones económicas contra cualquier país son equivocadas pues casi nunca dañan a las élites en el poder, y sí en cambio, al pueblo. La epidemia de neuropatía óptica en Cuba acaecida entre 1991 y 1993 o la de cólera en Iraq tras la guerra de 1991 son ejemplos de tales desatinos. En la primera enfermaron 50 mil y en Iraq se calcula que murieron 47 mil menores de cinco años.
Los cubanos tenían que afrontar una enfermedad no descrita: la detención indefinida. Albert Camus en La Plaga adelantó nuestros tiempos. Mientras que participaba en la resistencia francesa, escribió en 1942: ``Quiero expresar por medio de la plaga, la asfixia que todos hemos sufrido y la atmósfera de amenaza y exilio en que hemos vivido''. Cincuenta años después de haberse publicado La Plaga revivimos al Nobel francés a través de una nueva forma del SM: la automutilación de grupos como arma política, como protesta y como una nueva enfermedad social.