Adolfo Gilly
El interregno y el aventurero
Parece ser una convicción generalizada que el país está en una transición a la democracia. Algunos pensamos otra cosa. Nadie puede asegurar hacia adónde transitamos. Lo que en este momento vivimos, antes que una marcha en determinada dirección, es una profunda crisis del Estado, entendido éste como el conjunto de relaciones establecidas y legitimadas entre gobernantes y gobernados.
No vemos un acotamiento del poder presidencial y un crecimiento del papel del Congreso. Vemos una fragmentación del poder del presidente, una crisis de la relación de mando-obediencia y una prolongada guerra de bandas y mafias dentro del gobierno y fuera de él. Vemos una descomposición del poder existente sin que, todavía, se conforme una alternativa que estabilice y serene las conductas.
Los resultados del 6 de julio mostraron la enérgica voluntad de cambio del electorado, pero también el desbordamiento de los partidos por el inesperado pronunciamiento. Cada uno de ellos entró en una forma específica de la crisis: el PRI, de desorientación y derrota; el PAN, de frustración aguda; el PRD, de impreparación para los nuevos desafíos. La Asamblea Legislativa del Distrito Federal parece ser el receptáculo donde mejor se detectan estas crisis entrecruzadas.
Durante el sexenio de Salinas el poder cambió de manos. Su sede real está en el capital financiero, que controla la producción material de bienes y servicios y los intercambios internos y externos. A ese poder se remiten las infinitas redes que envuelven al Distrito Federal, gobiernan a sus autoridades y rigen sus destinos. No es un general el nuevo Jefe Máximo, porque ya el mando no reside, como en 1929, en el ejército revolucionario. Es un financiero, el hombre más poderoso de México, figura simbólica del nuevo poder que quiere alzar su torre sobre las ruinas más antiguas.
Este poder, sin embargo, al contrario del de Calles y sus sucesores, no tiene legitimidad. No se ha impuesto por las armas de la revolución ni por los votos del PRI. Pero, desde que Salinas trasfirió a esas finanzas la propiedad de los bienes de la nación, ese es el poder.
Esta falta de legitimación del verdadero poder ante la población que supuestamente debe obedecerlo a través de los gobernantes, es la primera razón de la crisis. El gobierno de Ernesto Zedillo, continuidad en planes y métodos de su predecesor, aparece en esta perspectiva más bien como un interregno entre el viejo Estado del PRI, desmantelado por la revolución conservadora de Salinas y su grupo, y el nuevo poder aún no legitimado.
El triunfo electoral abrumador de Cuauhtémoc Cárdenas en el Distrito Federal, más los otros resultados electorales, vino a cruzarse en el camino de esa esperada legitimación. El electorado dijo: NO. Pero el doctor Ernesto Zedillo, cuyos tan pregonados diecisiete millones de votos parecieron licuarse bajo el sol del 6 de julio, ahora dice NO a ese electorado, afirma que su política es inmodificable y propone amarrarla en una política económica de Estado, uno de los mayores desatinos imaginables después de la derrota y en medio de la crisis.
Un interregno es un periodo en el cual todavía no se ha afirmado una u otra salida a la crisis. El nuevo poder de las finanzas, para finalmente legitimarse en la figura de sus nuevos políticos, necesita el voto de la población. Y para obtener este voto, primero tiene que vencer al país, en una derrota que todavía no se ha producido.
La población lo ha desafiado en el Distrito Federal. Es allí donde el nuevo poder está resuelto a escarmentarla, para que se le quite la gana de andar votando contra el poder real, su política y sus planes. El designio, para quien quiera ver, está claro: acabar con la promesa de una alternativa que podría ser un gobierno democrático en el Distrito Federal, sembrar el desorden y el caos en la ciudad, quitar capacidad de movimiento y de decisión a su gobierno electo, absorber o deshacer -o las dos cosas- a la alternativa cardenista y castigar a esta ciudad ilusa que creyó que con los votos empezaba a salir de la pesadilla. Quien no vea en estas semanas la punta de esos designios, no está queriendo ver nada.
Para imponerse, el nuevo poder requiere un país vencido, no por las armas, sino por el desorden, la crisis, el descontrol, la criminalidad, la pobreza atroz y sin esperanzas de la mayoría de sus habitantes y la ineptitud o la corrupción -o ambas- de sus políticos. En otras circunstancias, lo mismo hicieron con Raúl Alfonsín en Argentina, cuando éste encarceló a los generales torturadores y derrotados en las Malvinas, y con Alan García en Perú, ayudados por la ineptitud de su política económica nacional-populistas. En ambos casos, la inflación y el desorden sumieron al electorado en la desesperación y el voto sucesivo legitimó el poder de dos aventureros, Menem en Argentina, Fujimori en Perú, demagogos de derecha y siervos del nuevo poder de las finanzas. Adivinen cuál es el notorio aventurero que en México se prepara desde ahora para un destino semejante.
La suerte, sin embargo, dista mucho de estar echada. La población, exasperada, mantiene la conciencia de su victoria electoral. No va a ser un mero espectador pasivo o una masa desor- ganizada presa del sensacionalismo morboso de la televisión. Aunque nadie lo diga, se va a mover en su debido y necesario momento, como ha sucedido siempre que ha podido entrever la materialidad de un posible cambio. Si entiendo bien lo que está pasando, nadie previó una huelga tan temprana en la Secretaría de Finanzas, tan ocupados como andaban a ver cómo desordenaban la ciudad con los ambulantes.
Esa población ha sabido ser paciente. Esperará del gobierno que eligió por abrumadora mayoría. No malbaratará en las primeras de cambio la esperanza. Buscará y encontrará las formas de organizarse y participar. No aceptará las insinuaciones de que ahora deje a sus elegidos administrar en paz y no se meta.
Si una transición finalmente puede abrirse, será porque en el excepcional banco de prueba en que se ha convertido el nuevo gobierno del Distrito Federal, se pruebe que es posible crear en los hechos una nueva relación entre gobernantes y gobernados, donde éstos tengan información, voz y formas de decidir, una expectativa viable de gobierno diferente que no sea el desmantelado poder del PRI ni el ilegítimo poder de las finanzas.
Esto es lo más urgente, lo que la ciudad y el país estarán mirando no como una promesa electoral sino como un hecho de la vida. El 2000 viene mucho después. Que el aventurero y sus promotores no coman ansias, porque lo primero es lo primero.