Olga Harmony
Aplausos para Mariana

Desde que Carmina Narro estrenó su primera obra se pudo constatar que existía una nueva mirada dramatúrgica hacia temas muy poco convencionales --la competición en el ámbito académico o familiar, el poder del hombre mayor hacia los jóvenes-- plena de ironía y también de solidaria comprensión hacia los personajes. En Aplausos para Mariana no está ausente el tema del poder, pero ahora como reverso de la medalla, es decir, como dependencia que contamina la propia identidad, en la medida de que el ser de una persona depende de que existan los otros. Mariana dice: ``... ¿por qué todo ha de estar condicionado a la dualidad? (...) ¿Por qué tiene que haber público para que yo pueda ser actriz?'', con lo que plantea su problema principal, esa negación del otro --en este caso el espectador-- que la lleva a no comparecer para recibir el aplauso y a su definitivo acto final que la libra por partida doble de las dependencias, el de ella hacia los demás y el de su débil y un tanto incestuoso hermano hacia ella.

Narro establece una serie de dependencias entre los personajes que los llevan a bucear en falsas identidades aunque este punto no siempre esté logrado, como ocurre con Germán, el personaje más borroso de todos; probablemente la autora haya recurrido al expediente de hacer de este personaje un extranjero para que los alardes de un pasado heroico sean posibles, pero es el caso de que estos alardes nunca son expuestos por el propio Germán, sino que es Mariana la que se lo echa en cara. Es también con Germán en donde el texto tiene una pequeña falla, en la escena en que el director, Montaño, le niega un papel, siendo que es actor en la obra que su maestro dirige; si es un juego con los tiempos, resulta muy poco claro.

A pesar de estos tropiezos la obra tiene muchos aciertos. Si en principio puede parecer que el núcleo del conflicto se disgrega con una serie de pequeños conflictos de los personajes, pronto vemos que éstos llevan siempre a la dependencia y la identidad de todos ellos, que se resumen en el central de Mariana. Sofía, la bella, que se inventa cualidades de actriz que obviamente no tiene. Montaño, con su ambigua identidad sexual, su autoritarismo ante los más débiles, su dependencia de la opinión ajena, es decir, de la crítica. Pablo, el traspunte, que aparenta dudar entre dos vocaciones artísticas, lo que quiere decir que no tiene ninguna válida, con su gran dependencia hacia Mariana. Y ésta, con su aspiración a quedar libre de ataduras (un poco como el personaje mayor en Ay mi vida, qué tragedia, pero ahora llevada al extremo), con ese problema de identidad que no es ajeno en el teatro y que puede confundirse con la locura, lo que sería otra lectura del texto.

Otra virtud de obra y montaje consiste en llegar de la comedia, muy ácida como siempre en la autora, a un tono grave y despojado de toda comicidad, aunque no falten las risas de ese tipo de espectador, por desgracia abundante, que se ríe de todo. Carmina establece desde un principio los contrapuntos en la dirección más convincente de las que le conocemos. Si Mariana es siempre mordaz, su mordacidad nace de una exasperada convicción de la futilidad de todo; la excelente Montserrat Ontiveros interpreta esta desesperación interna que únicamente se permite exteriorizar algo ante el hermano, de cuyos sentimientos incestuosos sólo se da cabal cuenta, a pesar de que ya tiene antecedentes, cuando un ``otro'', en este caso Sofía, la pone irónicamente en guardia. Tampoco Pablo, bien matizado por Vicente Montiel, es un personaje cómico, aunque por diferentes razones. Ante ellos dos, Carmina Narro coloca a tres personajes casi fársicos. Sofía, la chispeante Bárbara Eibenschutz a quien ya se quisiera ver en otro tipo de papeles; Montaño, incorporado con mucha gracia por Luis de Icaza, y Germán, un muy poco convincente Gabriel Porras. Escenas muy divertidas, como los ejercicios de calentamiento de Sofía y Germán, se van entretejiendo con otras de tonos diferentes en un hábil equilibrio que desemboca en el inesperado final.

La autora y directora diseñó también una inteligente escenografía y se apoya en la música original de Carlos Warman y la iluminación de Flavia Evia. Le haría un reparo: no se entiende que recurriera a la asesoría del coreógrafo Marco A. Silva para un movimiento escénico sin mayores complicaciones.