La Jornada jueves 2 de octubre de 1997

Rodolfo F. Peña
Ejecuciones

Ya no es aventurado decir que los restos humanos hallados en un paraje de la carretera panorámica al Ajusco corresponden a tres de los muchachos desaparecidos después de la balacera del 8 se septiembre en la colonia Buenos Aires. Las madres han identificado las vestimentas y es difícil que ellas se equivoquen, cuando seguramente durante muchas horas abrigaron la esperanza de que esos restos no fueran los de sus hijos. Además, en la lógica del crimen múltiple, en el Ajusco como en Tláhuac, parece haber estado siempre la aparición de los cuerpos y la posibilidad de su identificación, con fines de intimidación y escarmiento. Es una lógica de tufo militar, que conocimos bien cuando, hace unas tres décadas, se combatía a la guerrilla urbana.

No estoy nada seguro de que las fuerzas de seguridad pública, en rigor, estén siendo sobrepasadas por la delincuencia en las colonias Buenos Aires y de los Doctores, que son vecinas, como en toda la ciudad y sus conurbaciones. Si la defensa social está dificultándose más que en otros tiempos es, a mi juicio, por el incremento de la corrupción, una de cuyas manifestaciones más escandalosas es la infiltración de la policía por la delincuencia y viceversa. Confundidos los espacios pretendidamente antagónicos, el triunfo, desde luego, es para la delincuencia, no tanto por su invencibilidad específica, cuanto porque una buena parte de quienes debieran combatirla se han sumado a sus filas, además de quienes, con un determinado entrenamiento ofensivo y defensivo, han sido expulsados de las fuerzas del orden y se incorporan con toda naturalidad a la delincuencia.

Esa confusión de personajes repugna a la lógica militar, y es enteramente comprensible que se haya hablado ya del toque de queda, como lo es que se piense en ejecuciones sumarias que hacen polvo el más importante de los derechos humanos, el derecho a la vida. ¿Habían cometido algún delito los jóvenes ejecutados? Presuncionalmente, podemos establecer su inocencia, puesto que no fueron puestos a disposición del ministerio público ni sometidos a juicio alguno en que se demostrara su culpabilidad. Y aun en este último caso, el castigo no podía haber sido la pena de muerte, que nuestro país ha abolido en la práctica aunque la Constitución siga prescribiéndola incluso para ciertos delitos comunes. Pero entonces el acto de segarles la vida equivale lisa y llanamente a un asesinato, a un crimen por el cual deben responder obligadamente los ejecutores y quienes lo ordenaron o consintieron.

Es posible que haya un incremento excepcional de la delincuencia y consiguientemente de la inseguridad pública. Mientras la clase política, la que nos gobierna y debiera obligarnos a respetar el derecho, dé abundantes ejemplos de complicidad con narcotraficantes, de enriquecimiento ilegal a expensas del erario público y hasta de bárbaros asesinatos como los de Colosio y Ruiz Massieu (y de varios oscuros personajes relacionados con ellos), carecerá de autoridad para condenar la conducta delictiva, y ese descrédito obrará como estimulante en la llanura social, allí donde se puede pasar del desempleo y la vagancia al asalto a mano armada y la desvalorización de la vida, la propia y la ajena, y donde los guardianes del orden y muchos de sus jefes encuentran más fácil y redituable aliarse con los delincuentes que con una justicia abstracta.

Si las cosas son así, hay que obrar en consecuencia y combatir la inseguridad pública, fundamentalmente, en sus altos orígenes. Los operativos que se han puesto de moda, y que debemos aplaudir porque la alternativa sería un gran operativo contra las garantías individuales (el toque de queda) no revelan sino desesperación, irritación e ignorancia. El supuesto de esos operativos es que en la colonia Buenos Aires, por ejemplo, todos sus habitantes, varones y mujeres, niños, jóvenes o ancianos, son delincuentes o encubridores, entre los que hay que producir un efecto intimidatorio claro y eficaz. En el extremo, la tarea policiaca (castrense), como lo muestran las ejecuciones sumarias ya consumadas, se plantearía el exterminio total mediante el empleo de una especie de fumigación con algún raticida, o bien un bombardeo formal con aviones militares en cada foco delincuencial identificado. En ese extremo sobrecogedor y alucinante, no sobrevivirían sino los verdaderos delincuentes: los ángeles exterminadores, claro está, y las bandas de asaltantes, de cuyo poder de movilidad es enteramente necio dudar. En suma, el crimen no puede combatirse con métodos criminales.