Adolfo Sánchez Rebolledo
Violencia, esa pesadilla

La violencia cotidiana se ha convertido en una de las peores plagas de nuestro tiempo. A la inseguridad real, fruto de la expansión del delito, se añade la sensación, amplificada por los medios, de que vamos en un tobogán hacia un callejón sin salida.

De hecho, la amenaza contra la paz y la seguridad de las personas se ha convertido también en un creciente problema de salud pública que, al decir de la Organización Panamericana de la Salud, ``afecta negativamente la calidad de vida''.

En un riguroso estudio intitulado Violencia, seguridad pública y salud, editado por la Fundación Mexicana de la Salud, los investigadores Rafael Lozano, Martha Híjar y José Luis Torres, nos proponen examinar el tema a la luz de las consecuencias de la violencia en los alarmantes aumentos de las tasas regionales de mortalidad, morbilidad y discapacidad, ``así como por los abrumadores daños de vida potencial perdidos y sus efectos psicosociales'', esto es, por sus costos más severos a la sociedad.

Un análisis, así sea superficial, del problema nos permite suponer que no es posible enfrentar las consecuencias de la inseguridad sólo a partir de enfoques puramente represivos. Tampoco es suficiente, como se comprueba en el ensayo citado, buscar todas las explicaciones de la violencia social en una relación lineal de causa efecto entre economía y delito. La simplificación en este punto ayuda poco a entender el origen de la violencia pero contamina indirectamente las posibilidades de la acción preventiva. Para atacar el origen y las consecuencias de este grave mal, es preciso que la sociedad adopte una visión más completa sobre el modo de enfrentarlo. En este sentido hay que reconocer que en muchos aspectos aún carecemos incluso de la información básica que nos permita saber a ciencia cierta cómo avanza esta ``enfermedad infecciosa''.

De hecho, como lo demuestra el estudio citado vivimos en una de las regiones más violentas del mundo. En América Latina, que es la segunda región más violenta del planeta, se registra un promedio anual de 23 asesinatos por cada cien mil personas, seis veces mayor al que presentan los países desarrollados. En esta escala, México se ubica en el cuarto lugar, sólo por abajo de Colombia, Brasil y Panamá que son los países que aportan a la región el mayor número de homicidios. Pero la tendencia sigue creciendo. Véase este dato aterrador: ``El mejor ejemplo de que la violencia está en ascenso en México, es el Distrito Federal. De 1981 a 1994 la tasa de homicidios pasó de 10.2 a 19.4 por cien mil habitantes, lo que representa un incremento del 90 por ciento en los últimos 14 años.

``A principios de la década de los ochenta, el riesgo de morir por un homicidio para un hombre del DF era dos veces menor que el promedio nacional, para 1994 el riesgo es casi el mismo''.

Dicho de otro modo, la ciudad de México no es todavía uno de los lugares más violentos del país, pero es en donde más ha aumentado el riesgo de ser asesinado en los últimos años.

Pero eso no es todo. Se estima que por cada hecho violento ocurren cien cuyas consecuencias no son fatales, como pueden ser el robo, asaltos, violación, secuestro, acoso y un largo etcétera. Esta radiografía del homicidio indica que se trata básicamente de un problema de jóvenes. El 40 por ciento de los asesinatos se produce en individuos entre de 15 a 29 años de sexo masculino, aunque la tendencia es ascendente entre las mujeres.

Se dirá que nada de esto es una novedad. Basta salir a la calle o encender el televisor para comprobar que vivimos en circunstancias muy difíciles. Ojalá y sobre los enfoques represivos encontremos una manera de actuar más integral.