José Cueli
Cuento de hadas en teletíteres

La Infanta Cristina de Borbón, hija del rey Juan Carlos de España, y Sofía de Grecia, se casará mañana con apuesto atleta en la Barcelona Mediterránea. Más de la cuarta parta de la humanidad contemplará en la tv el teatro de títeres con marco de la mar soleada, intensificada de colores mezclados extrañamente, al grado de que las olas -seguramente- en vez de resaltar se distanciarán irrealmente, adquiriendo una especie de melancolía ancestral, y los televidentes pasivos confundiremos la realidad con la fantasía. Tomaremos por verdaderas las formas de la ficción y nos emocionaremos con los príncipes encantados cual si fueran personas. ¿O sí lo son?

El moderno guiñol de la tv conseguirá entusiasmarnos en la misma forma que Mease Pedro consiguió entusiasmar a don Quijote. Don Pedro no hizo ninguna cosa del otro mundo porque don Quijote se entusiasmaba fácilmente, y ya entusiasmado lo engañaba. La tv española o la tv universal no hace ninguna cosa del otro mundo, porque los televidentes -quijotescos- deseosos de ser reyes y príncipes por mandato divino, -tocados en nuestro narcisismo- entusiasmados, legitimaremos las coronas europeas -y su permanencia- y lo que ello implique. Sin que nos enteremos dónde empieza lo ilusorio y acaba lo real.

Los televidentes -se habla de mil 500 millones- convencidos acaso de que los seres venimos a la vida a representar una maravillosa comedia o tragedia de guiñol -de Cristina a Diana- y que todos nos movemos como sombras en un mundo de sombras, nos sumergiremos, de una vez, en la ficción y viviremos francamente en la vida de la fantasía, sin quedarnos como el grupo de los rea-listas, a medio camino.

Puesto que todo es igualmente fantástico y misterioso, vale más entregarse sin reservas a las maquinaciones como nos enseñara, o más bien, nos descubriera don Quijote y de golpe nos dejaremos arrastrar, seducir, llevar por las manos que mueven los títeres, cautivados por aquellas velas de púrpura cadenciosamente movidas por el mar de ocio, hipnotizados por el prestigio secular de la aristocracia y sus delirios de felicidad.

Fuerza divina que se sucede desde la época feudal y nos convida telemonárquicamente una fantasía principesca de omnipotencia, por segundos, que cubra hambre y depresión de los más, que se arrastrarán entre holganza, tedio y melancolía en la perpetua tarde marina, forjadora de sueños sin fin que nadie sabe a dónde van. Al fin, para algunos de nosotros los sueños son realidad y el mundo de lo verdadero y lo ilusorio se confunde hasta formar la misma cosa, una conducta tan respetable como cualquiera otra. De todos modos, nunca conseguimos averiguar qué es lo real y qué lo ilusorio. ¿Dónde termina lo lógico y empieza la fantasía? ¿No seremos títeres que somos movidos sin saber para qué? ¿Y de dónde arrancan los hilos que los mueven...?