La captura de 19 integrantes de la Secretaría de Seguridad Pública, integrantes de los grupos denominados zorros y jaguares, acusados de ser los presuntos responsables del asesinato de una persona en la colonia Buenos Aires y de la ejecución de tres jóvenes cuyos restos fueron hallados en Tláhuac, es una acción tardía y poco convincente que deja considerables dudas sobre las motivaciones y las formas con las que se han conducido las corporaciones policiacas y sus mandos, y sobre la manera en que se han llevado a cabo las investigaciones encaminadas a esclarecer los ajusticiamientos sucedidos en el marco de los operativos realizados en la capital del país.
De los 19 policías aprehendidos, sólo uno enfrenta cargos por homicidio, mientras los 18 restantes únicamente se encuentran acusados de cometer abusos de autoridad. Esta actuación resulta poco verosímil, por decir lo menos, en la medida en que supone que un individuo es el responsable de todos los asesinatos señalados, y que a los otros detenidos sólo les son imputables delitos menores que ni siquiera han sido especificados. Además, resulta alarmante que permanezca sin deslindarse la responsabilidad que estos efectivos policiacos pudieran tener en el asesinato de los otros tres jóvenes secuestrados, cuyas ropas fueron encontradas junto a restos humanos en el Ajusco. En el contexto de la crisis de credibilidad por la que atraviesan las instituciones, y especialmente las de procuración de justicia, estas debilidades de la versión oficial llevarán inevitablemente a sectores de la opinión pública a preguntarse si no existe el propósito de presentar a chivos expiatorios o, peor aún, de solapar eventuales responsabilidades de mandos superiores de la SSP.
Esta situación es aún más grave si se tiene en cuenta que, por los procedimientos y ordenanzas con que operan las instancias policiales --sobre todo cuando éstas se encuentran comandadas por militares--, los mandos policiacos se encuentran al tanto de qué unidades son asignadas a cada uno de los operativos y conocen, de manera casi inmediata, los reportes de la actuación de sus elementos.
El reconocimiento de que policías se encuentran involucrados en estos crímenes confirma el fracaso de la política de seguridad pública aplicada por sus actuales directivos, y obliga a preguntarse si tal resultado es un mero producto de la ineptitud o si existe, detrás de estos asesinatos, el designio expreso de desestabilizar a la ciudad capital y volverla ingobernable, justo en los momentos previos a la toma de posesión de la primera autoridad urbana democráticamente elegida.
Aparte de los homicidios señalados y de la insatisfactoria manera en que han sido investigados, hay otros indicios en este sentido. Baste con señalar los disturbios recientemente protagonizados por supuestos estudiantes del Instituto Politécnico Nacional y los episodios de violencia callejera que ayer, en el marco de la marcha conmemorativa del 2 de octubre, perpetraron grupos de provocadores, hechos en los cuales la ausencia de fuerzas del orden público resultó notoria y difícilmente explicable.
Ayer, al cumplirse 29 años de la matanza ocurrida el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas -un episodio terrible y doloroso que marcó la historia nacional y que se convirtió en punto de referencia para los múltiples y persistentes esfuerzos democratizadores que hoy están, por fin, dando frutos-, la Cámara de Diputados aprobó de manera unánime la creación de una comisión encargada de investigar la verdad histórica sobre lo ocurrido aquella aciaga tarde. Es especialmente relevante que tal comisión haya recibido un claro mandato para exigir el acceso a los archivos oficiales en los que pueda recabarse información sobre un acontecimiento trascendente y trágico que aún no ha sido plenamente esclarecido.
Para cualquier país -y el nuestro no debe ser la excepción- el conocimiento y la recuperación de sus hechos históricos constituye un imperativo de vital importancia, no sólo para conocer su pasado sino también para comprender su presente y para forjarse un mejor futuro.
Pero el paso dado ayer por la Cámara de Diputados no sólo posibilita el esclarecimiento histórico, sino que constituye también una acción política de gran trascendencia en el proceso de construcción de la democracia en el que está comprometida la nación.
Ha de considerarse que el país ha vivido, desde la tercera década de este siglo, en un sistema político antidemocrático y cupular, verticalista, carente de contrapesos y mecanismos de fiscalización, en el cual resultaba impensable el escrutinio público de los archivos oficiales. Estos han sido considerados patrimonio o botín del grupo en el poder, si no es que propiedad de los funcionarios. Es de sobra conocido el saqueo de archivos que se produce, incluso hoy en día, en las oficinas públicas cuando sus titulares son removidos.
El invariable escamoteo a la sociedad de los expedientes oficiales ha tenido consecuencias tales que el país sigue sin tener una idea clara de sucesos como la matanza de Huitzilac, en los veinte, el asesinato de Rubén Jaramillo, en los sesenta, o las matanzas del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971.
Otro aspecto relevante de la resolución aprobada ayer en San Lázaro es el hecho de que uno de los poderes de la Unión se apreste a examinar los archivos militares, los cuales, al igual que todo lo concerniente al ámbito castrense, han sido durante muchas décadas un tabú de Estado para los civiles.
En suma, cabe felicitarse por la determinación adoptada ayer por la Cámara de Diputados, en la medida en que representa una contribución de primer orden a la transparencia y a la cultura cívica y republicana, así como un elemental acto de justicia para las víctimas -los muertos, los encarcelados, los perseguidos- de la brutal represión con la que el régimen de Gustavo Díaz Ordaz respondió a las demandas de democracia que, ya por entonces, enarbolaban miles de mexicanos.