El presidencialismo como institución de facto es el organismo político que suplanta al gobierno constitucional en el ejercicio del poder público, concentra tal ejercicio en el titular del propio presidencialismo y somete a la potestad de esto tanto a la burocracia estatal como a las agrupaciones empresariales no supercapitalistas, y de trabajadores, en el conglomerado social.
Para lograr tal homogeneidad, primero el presidencialismo corporativiza al propio Estado, y en segundo lugar a la sociedad, por la vía del sometimiento de las élites no hegemónicas del aparato gubernamental y del social, a fin de garantizar un orden y una paz que representen el orden y la paz conveniente a los intereses de las clases hegemónicas, pues el presidencialismo nace y se constituye como una institución negadora del Estado de derecho y comprometida con las líneas económicas, sociales y políticas de los sectores dominantes.
En realidad, el presidencialismo tiene una naturaleza autoritaria y parafascista en la medida en que crece, se desenvuelve y florece en escenarios formalmente democráticos, y entre coreografías diseñadas para disfrazar su carácter opresivo. Cuando tales enmascaramientos son abiertamente desechados, porque así lo deciden sus mandantes, el autoritarismo presidencialista se establece como un Estado fascista, totalitario y opuesto radicalmente a cualesquiera manifestaciones libertarias. Esto fue lo que sucedió en las postrimerías de la República alemana de Weimar, y en la Italia monárquica luego de la gran marcha de los camisas negras a Roma. En América Latina y en Estados Unidos, no sin constantes peligros --recuérdese el macarthismo de los años 50--, ha prevalecido principalmente el presidencialismo autoritario, con la excepción quizá del gorilato argentino y de la dictadura pinochetista en Chile, edificada sobre el asesinato del heroico Salvador Allende.
No son pocos los amarres y apuntalamientos del presidencialismo autoritario mexicano, acunado durante el alemanismo y plenamente maduro y activo en los últimos nueve años, contando entre los muy principales el apoyo de las altas capas financieras e industriales mexicano- norteamericanas, no tan firme y seguro como generalmente se supone, y la sujeción de la Cámara de Diputados por la mayoría de los representantes oficialistas, importantísima en vista de que a partir de los tiempos obregonistas y callistas le ha permitido el manejo sin cortapisas de tres elementos sustantivos en la vida nacional: los ingresos y gastos, orientados siempre a los fines del presidencialismo y no a las necesidades populares; la promoción y sanción de leyes que den aspectos de legalidad a sus actividades, aunque sean abiertamente ilegítimas --la legitimidad implica el contenido moral que vincula la norma jurídica con la voluntad de la población--; y el arbitrario uso del artículo 135 constitucional, por virtud del cual reforma la Ley Suprema en función de las clases que representa, sin importar que tales reformas sean nulas de pleno derecho por la original incompetencia del órgano que las decreta --el Congreso ordinario no puede ejercer funciones esenciales del Congreso constituyente. Y precisamente en estos días el último factor, la sujeción de la Cámara de Diputados por la mayoría oficialista, está siendo eliminado.
Reflexiónese bien. La brevísima estructura del presidencialismo descrita con antelación, muestra sin dificultades las necesidades lógicas, no canjeables por ninguna voluntad personal, de su funcionamiento. Los actos presidencialistas obedecen las rigurosidades de un silogismo. Las premisas mayores son los programas económicos, sociales y políticos de las altas castas; las premisas menores están generalmente contenidas en los proyectos de ley que el presidencialismo envía al poder Legislativo, orientados a despejar obstáculos y poner en marcha esos programas; y la conclusión se ve integrada por la sanción de tales proyectos, su conversión en ley vigente, y las múltiples medidas administrativas que la transforman en realidad social.
Esta lógica, intrínseca en las actividades presidencialistas, ha sido puesta en jaque, aún no en mate, por la mayoría en la Cámara de Diputados, cuyo primer éxito fue registrado el pasado martes al aprobarse la configuración de las comisiones legislativas. Dos muy significativas: la de presupuestos, con la presidencia del perredista Ricardo García Sainz, y la de gobernación, con la del panista Santiago Creel, descorren los telones de un inminente cambio en la vida de México.
Si el presidencialismo es un régimen de gobierno político gobernado por gobernantes económicos, la nueva atmósfera creada a partir del 6 de julio está anunciando ya una clara ineficiencia del dicho presidencialismo para cumplir los designios de sus mandantes, lo que significa que lentamente va ingresando en un proceso crítico que lo precipitará a un colapso definitivo; es decir, al triunfo de la democracia.