La Jornada viernes 3 de octubre de 1997

Patricia Olamendi*
Violencia en la capital: qué hacer

El hallazgo en Tláhuac y en la carretera al Ajusco de jóvenes ejecutados es un hecho aterrador que debe ser reprobado por toda la sociedad. De demostrarse que fueron policías quienes los ejecutaron, como afirman los familiares, significaría un enorme retroceso en la construcción de un estado de derecho y el cuestionamiento de quienes están al frente de las corporaciones policiacas. Pero lo más lamentable de estos sucesos es que se han manifestado voces que apoyan el homicidio y lo consideran la única salida contra la delincuencia. Si a ello sumamos el brutal asesinato del ex comandante de la policía judicial en la delegación Cuauhtémoc, tendríamos que preguntarnos si esto no es ya la ley de la selva.

Hay que recordar que cuando Carlos Salinas asumió la Presidencia, ya se contaba con un diagnóstico en materia de seguridad y justicia; el documento alertaba sobre la grave situación que se vivía y sobre la agudización de ésta si no se tomaban medidas de fondo. Salinas no quiso dar respuesta a lo que ahora se ha convertido en la principal demanda ciudadana. Lejos de adoptar políticas que aminoraran el incremento delictivo, la constante fue el cambio de titulares, tanto en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal como en la entonces Secretaría General de Protección y Vialidad, ambas regidas por las instrucciones del Presidente quien, al igual que sus antecesores, las utilizó para su beneficio. ¿Cómo entonces combatir la corrupción imperante en estas dependencias si desde la más alta esfera de poder se promovía y solapaba?

En este sexenio, a pesar de diversos esfuerzos por mejorar la situación la corrupción en el sistema de seguridad pública se ha convertido en un muro que obstaculiza toda acción encaminada a mejorar su funcionamiento. Un reconocimiento de ello es la reciente publicación que se hace en un semanario de nueva circulación de Minutas confidenciales del gobierno, en donde se cuestiona la eficiencia de las corporaciones policiacas y los pobres resultados que ha arrojado el ``Programa emergente contra la delincuencia en el Valle de México''. Por citar algunos, ``en un operativo realizado por la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) en junio pasado, se necesitaron 28.06 efectivos por cada presunto delincuente detenido; en otro operativo, la SSP requirió de 31.5 elementos para detener a un presunto responsable de delito y, en otro, 54 elementos para asegurar un vehículo''. Las autoridades ponen en entredicho si es sólo la ineficiencia lo que impide un combate a fondo contra la delincuencia. En estos documentos se pide ``revisar los expedientes de los policías despedidos, sobre todo de mandos medios y superiores, analizando su posible vínculo con organizaciones criminales, pues probablemente muchos de ellos han formado bandas delictivas''.

La situación es de tal gravedad, y el poder de la delincuencia es tan grande, que se da el lujo de amenazar, ni más ni menos que a Oscar Espinosa, regente de la ciudad; según las propias declaraciones de éste, cómo no sentirnos entonces los ciudadanos atemorizados: ¿A qué poder nos estamos enfrentando?

Nadie en esta ciudad puede hoy en día ignorar la presencia del crimen organizado y el crecimiento que desde 1995 a la fecha ha tenido la delincuencia; delinquir se ha convertido en un buen negocio. ¿Por qué no reconocer entonces que existe una auténtica ``economía del delito''? Los ejemplos saltan a la vista: las redes de droga, la mercancía robada, expuesta en un sinnúmero de lugares por todos conocidos a plena luz del día. El delincuente ha aprendido que todo puede ser resuelto cuando se tiene dinero y conexiones dentro de las corporaciones de justicia y seguridad pública con las que puede llegarse a arreglos.

La respuesta a esta situación está, por el momento, en manos del Presidente y, a partir del mes de diciembre, será compartida con Cuauhtémoc Cárdenas como jefe de gobierno electo; ello obliga a trabajar hacia un acuerdo nacional que vaya más allá de los intereses de los partidos políticos, que sea promovido por los representantes populares, y que involucre a medios de comunicación y a la sociedad organizada. Se avanzará, así, en la construcción de la democracia.

La situación actual de inseguridad tiene un alto costo para la gobernabilidad y puede convertirse en un detonante que nos lleve a modelos autoritarios. Ya no podemos seguir culpándonos unos a otros, porque a todos nos asaltan por igual, y tampoco podemos tener representantes populares que sigan asumiéndose como cuadros partidistas y que dejen de lado los justos reclamos de la ciudadanía.

Por otra parte, nuestras comisiones de derechos humanos no pueden continuar limitadas en sus atribuciones y coartadas en la vigilancia y salvaguarda de los derechos humanos. Es ociosa la discusión de si estas instituciones protegen o no a delincuentes; a fin de cuentas, éstos también tienen derechos y las comisiones deben de velar porque les sean respetados; en contraparte, lo que se tiene que hacer es otorgar en nuestras leyes mayores derechos a las víctimas, labor que corresponde a las y los legisladores.

¿Cómo dar respuesta a los reclamos de las víctimas de delito si el procedimiento penal es complicado, engorroso, largo y costoso para la víctima y más costoso aún para el gobierno? ¿Para qué seguir hablando de un sistema de readaptación social si las cárceles en México no readaptan a nadie? ¿Por qué no pensar en crear un nuevo sistema penitenciario en donde no se abuse de la prisión preventiva y en donde los sentenciados tengan por obligación la educación y el trabajo que aminore los costos que el erario tiene que aportar para su manutención?

Los ciudadanos tenemos derecho a exigir seguridad y justicia; gran parte de nuestros impuestos son empleados para sostener policías preventivos, ministerios públicos, policías judiciales, jueces, magistrados, cárceles, entre otros.

Los legisladores tiene bajo su responsabilidad la actualización del marco legal y ello deberá de ser parte del acuerdo nacional. No podemos continuar con un sinnúmero de códigos penales y de procedimientos, reglamentos, etc., que han sido rebasados por la realidad y que dificultan la acción de la justicia. Es preciso homogeneizar los códigos penales estatales a fin de que haya penas semejantes y se tengan procedimientos uniformes para combatir el delito y fomentar una cultura jurídica en la ciudadanía.

Es imperioso intensificar el debate no sólo en términos teóricos sino también prácticos, sobre la renovación y democratización de los sistemas de seguridad y justicia; que toda las voces sean escuchadas; ya no se puede esperar más tiempo. Los ciudadanos quieren y pueden participar en el combate a la delincuencia; abrámosles las puertas de las instituciones y generemos una verdadera participación democrática.

Que no se olvide que el gobierno surge para garantizar el orden y proteger a los ciudadanos: la responsabilidad del Presidente de la República, del jefe de gobierno electo y de los legisladores es garantizar la gobernabilidad y construir un gran acuerdo que rescate el derecho que tenemos los habitantes de esa ciudad de transitar sin temor por ella.

(*) Directora del Centro de Atención a Víctimas de la PGJD