Veintinueve años después de octubre del 68 no estamos en la llamada ``normalidad democrática'', como afirman el presidente Zedillo y algunos ideólogos oficialistas, quienes de esa manera pretenden dar por concluido el proceso democratizador. Tras prolongados esfuerzos de la sociedad, de sus organizaciones políticas y movimientos sociales, apenas se han dado los primeros pasos firmes en el camino de la transición democrática, como son los avances electorales de la oposición en su conjunto, la victoria de Cárdenas en el DF, cargada de significados, y la pérdida de la mayoría absoluta del partido oficial en la Cámara de Diputados y de la calificada en el Senado; por eso el rechinar de dientes de los inmovilistas del sistema, y las tensiones políticas naturales en el inicio de una etapa.
Pero sí nos encontramos lejos del 2 de octubre de 1968. Entre el asfixiante y represivo clima de aquellos años y la actualidad media una etapa histórica de sucesivas, y en ocasiones ásperas luchas por la libertad política, la democracia y la justicia. Ninguna reforma progresista significativa, ningún espacio de libertad fue cedido espontáneamente por el sistema ni es fruto de su vocación democrática (pues no la tiene); todas las reformas son resultado directo o indirecto de la lucha política de quienes, aun en los peores momentos de la antidemocracia y el anticomunismo, soñaban y luchaban por cambios democráticos, entonces aparentemente utópicos.
No se puede olvidar, aunque se pretende, la elevada cuota de sacrificios pagados por las fuerzas de izquierda y democráticas para crear espacios para la acción política. Para llegar al presente de entrada a la transición democrática, las fuerzas empeñadas en los cambios debieron enfrentar numerosos obstáculos políticos y represivos: cárceles, torturas y desaparecidos; espionaje, persecución y acoso de los disidentes, particularmente comunistas; expulsión de todos ellos de las organizaciones sociales; exterminio implacable de quienes, después del 2 de octubre del 68, en el diazordazato, sólo encontraron el camino de la resistencia armada; en fin, una prolongada historia de luchas políticas y sacrificios para vencer los frenos que el sistema ha puesto siempre a la democratización del país y a la justicia social.
La masacre del 2 de octubre del 68, aún no esclarecida del todo, fue una forma brutal para asfixiar en su cuna al movimiento democratizador impulsado por los universitarios; diez años antes fue la represión a ferrocarrileros y otros gremios. Cuantas veces lo han considerado necesario, los gobiernos, antes llamados de la revolución, han defendido con todo tipo de acciones represivas el sistema antidemocrático, de partido casi único, de presidencialismo autoritario. Si hablamos de esas prácticas es porque no se trata de algo del pasado. Apenas ayer fue la matanza en el vado de Aguas Blancas, todavía hay muchos presos políticos; es del presente la militarización de varios lugares con propósitos de intimidación y control, los más de 500 militantes del PRD asesinados son recientes.
Ciertamente el país se adentra poco a poco en la transición democrática; pero este proceso es incompleto si se reduce sólo a la esfera político-electoral; no incluye el fin, por ejemplo, de la subordinación de la mayoría de las organizaciones sociales al gobierno y su partido, ni se convierte en instrumento para las transformaciones sociales y económicas ya necesarias e inaplazables. Pues la democracia, a las alturas actuales del desarrollo, en México no puede entenderse únicamente como la forma civilizada de elegir gobernantes y representantes al Congreso de la Unión. Una democracia reducida a ese ejercicio es insuficiente; la sociedad necesita otros mecanismos democráticos para intervenir en las decisiones sobre el rumbo económico del país; éste ya no puede seguir únicamente en manos de las cúpulas de banqueros, industriales, comerciantes y tecnócratas en el poder, que ven al país con criterios gerenciales, como una gran sociedad anónima, y al Estado como un simple guardián de sus intereses.
La transición democrática es algo mucho más que mecanismos electorales justos y equitativos, elecciones transparentes. Eso es importante pero sólo una parte. Redefinir la agenda de la transición y la táctica para avanzar en este proceso, así como los compromisos que deben hacer las diversas fuerzas políticas para impulsarla, son sin duda los asuntos más importantes 29 años después del 2 de octubre, fecha inolvidable.