Carlos Bonfil
Hamlet

La moda actual de adaptaciones fílmicas de comedias y tragedias de William Shakespeare remite al súbito descubrimiento que el cine y la televisión hicieron recientemente de la novelista Jane Austen. El éxito de Romeo y Julieta, de Baz Luhrmann, con Leonardo di Caprio y Claire Danes, las dos versiones de Ricardo III -una estupenda de Richard Loncraine, otra afanosamente novedosa de Al Pacino (En busca de Ricardo III)-, así como Y la siguiente noche... (The twelfth night), de Trevor Nunn (actualmente en cartelera), señalan un renovado interés de productores y cineastas por la obra del poeta y dramaturgo inglés.

De los cineastas contemporáneos, Kenneth Branagh es sin duda el que mayor tenacidad y entusiasmo ha mostrado en dicho empeño. Primero, con su adaptación Enrique V, en 1989, luego con Tanto para nada (Much ado about nothing), en 1993. En su reciente adaptación de Hamlet, Branagh toma sus distancias con las versiones precedentes, en particular la de Laurence Olivier, de 1948, pero también las de Tony Richardson (1969) y Franco Zeffirelli (1990). El director inglés decide que su Hamlet será la primera versión que respete la duración de cuatro horas del texto original; apuesta, además, por crear un gran espectáculo en el formato más conveniente, el de 70 mm, con un notable apoyo técnico en fotografía y sonido. Algo más: Branagh propone un reparto multiestelar que incluye, en papeles un tanto secundarios, a Richard Attenborough, John Gielgud, Billy Crystal, Jack Lemmon, John Mills, Gérard Depardieu, y Robin Williams. Reúne, en fin, elementos suficientes para indisponer a cualquier espectador con ánimo muy purista.

Previsiblemente, Branagh interpreta el papel estelar, después de haberlo encarnado en 1993 dos veces en teatro y otra en una emisión radiofónica. Su idea esencial es presentar al príncipe de Dinamarca como un hombre ordinario, que interese de inmediato al espectador, al punto de llevarle a seguir con atención todo lo que le sucede por espacio de cuatro horas. De la imagen que ofrece el director inglés del príncipe danés se puede repetir lo que en 1964 se comentó acerca del Hamlet del soviético Grigori Kozinzev: ``Un verdadero héroe romántico, sin miedo a la acción, que toma su tiempo sólo para perfeccionar su venganza. Es poeta, de ningún modo un loco, y por una vez no aparece como un impotente sexual''. Hamlet es un ser melancólico, pero a la vez temerario y seductor, y la cinta sugiere sus relaciones carnales con Ofelia; posee ingenio verbal, sencillez en el trato, y una dimensión heroica que Branagh matiza con desenvoltura y humorismo. El control sobre su propia actuación, lo ejerce también de actores de sólida formación shakespeareana como Derek Jacobi, quien interpreta a Claudio, el monarca usurpador y asesino, objeto de una revancha prodigiosa, o Julie Christie, en el papel de Gertrud, la reina que mancilla el tálamo real todavía tibio. Richard Briers encarna muy bien a Polonio, aunque Michael Maloney y Kate Winslet interpretan con menor convicción y brío a Laertes y Ofelia.

Branagh consigue imprimir a la cinta un ritmo eficaz, por lo que resulta realmente innecesario privarse de dos horas del texto shakespeareano eligiendo la ``versión corta'' de 120 minutos que propone la cartelera comercial, en lugar de la versión íntegra que exhibe en exclusiva la Cineteca Nacional. Es cierto que la película ofrece efectos y elipsis narrativas no siempre afortunadas, flash-backs sensacionalistas y sugerencias de sensualidad muy obvias, que al parecer proceden de su deseo por conquistar un gran público, por el temor de no poder mantener su interés por tanto tiempo y por un nervioso rechazo de la solemnidad y el academicismo, prevenciones que conducen al director a sacrificar en muchas escenas la complejidad y la sutileza. Hay, en cambio, un cuidado enorme en la ambientación artística, en el deseo de sugerir, en el castillo inglés de Blenheim, donde se rodó casi toda la cinta, una atmósfera de decadentismo de fines del siglo XIX, con monarquías obsoletas y asediadas. No hay en este Hamlet búsquedas artísticas al estilo de las de Peter Greenaway (Los libros de Próspero) o Derek Jarman (La tempestad), pero tampoco lo facilita mucho el texto, el cual ofrece, no una alegoría con infinitas posibilidades cinematográficas, sino un desafío en el terreno de la representación escénica.

Laurence Olivier reconoció la magnitud del reto y eligió presentar su versión fílmica, de manera magistral y modesta, únicamente como un ``estudio'' sobre Hamlet. Branagh se aventura ambicioso a una representación total. No posee el espíritu alucinado del Polanski de Macbeth, ni recurre a los infortunados efectos melodramáticos de Oliver Parker (Otelo). Lo que sí muestra es un goce de la teatralidad y el espectáculo. Cuando la espada de Hamlet cruza los aires para alcanzar el pecho del rey Claudio, o cuando el ejército de Fortinbras irrumpe violentamente por los ventanales del palacio de Blenheim, sabemos que, asumiendo el riesgo de ser totalmente inverosímil, la prioridad de Branagh es entretener a su público, popularizar y desempolvar la figura del príncipe de Dinamarca. La maestría irrepetible de Laurence Olivier tiene, 50 años después, un extraño equivalente en la audacia y desenfado de Kenneth Branagh. Hasta el momento, el monopolio de la eficacia comercial en las adaptaciones fílmicas de Shakespeare lo conservaba la rutina de un Franco Zeffirelli. Algo se ha avanzado.