Farnesio sí sabía qué hacer. Hubiera sabido. Les hubiera dicho. Pero no le preguntaron. Ya nunca le preguntaban y si se atrevía a decir, ¿acaso lo escuchaban? Estaban heridos de un dolor sincero, los blancos y los negros. Obligados por una fuerza de ajedrez reñido. A ver si me explico.
Algunos muchachos jugaban ajedrez, aprendieron de un viajante de comercio que pasó el año de la tregua de Semana Santa. Farnesio no. Movía sin malicia ni la menor idea pero correctamente los peones, sesgaba al caballo y estaba consciente de las limitaciones del pobre rey.
Qué miserable vida la del rey del ajedrez, ¿verdad Farnesio? Qué miserable vida la del peón, siempre solo, a campo traviesa, condenado a la devoración.
Los cálculos que hacía Farnesio mostraban que no sabía calcular. La mañana de Pentecostés que los atacaron por el lado de la noria del maestre Roderico, Farnesio calculó que llegarían a la plaza, para sus habituales fechorías, por la calle de Torneros; y no, ni siquiera pasaron enfrente. Se suspendieron del cordelaje en el Puente Gemelo y cayeron por arriba, como maldición que lloviera.
Y Farnesio, esperándolos con sus hombres en la bocacalle de Torneros. Llegaron los moros por la retaguardia, y si no los llevaron prisioneros fue porque no querían cargar con ellos. Hasta para el saqueo de Pentecostés, los invasores se fueron ligeros. Tomaron el grano y el vino, y a la única mujer acabaron por dejarla. La dejaron preñada, después resultó. Su Chinito, hijo de la invasión.
Cuando Farnesio envejeciera, Chinito sería su lazarillo, pero esa historia sucedería muchos años después, ya en el otro milenio, por así decir.
El error de Torneros lo marcó indeleblemente. Así ocurre en las sociedades simples, la identidad depende de lo evidente en el recuerdo.
Los ataques habían cesado desde que don Ramiro accediera al señorío. No porque este señor combatiera mejor las hordas, sino porque en esos años los enemigos se volcaron sobre las comarcas de Pinar, más ricas que la villa de Farnesio.
Farnesio sabía de invasores. Había visto a los cosacos patear todas las puertas, a los hunos quemar los viñedos y a los arios marcar con candente hierro a los prisioneros, que de todos modos iban a sacrificar.
Analizando sus propios errores, había estudiado los de ellos. Cada que atacaban. Vivir en frontera es la desnudez más grave. Mientras robaban, vejaban, be- bían y descansaban, los observaba. En una frontera siempre se aprende. Sus pieles cambiaban de color, sus pelos también, pero sus pestilencias eran iguales. En eso se notaba que eran hombres. Además, dejaban la plaza pisoteada por los caballos, estercolada y fría.
Nunca permanecieron, los invasores. Los aires de la sierra les aconsejaban seguir. No les interesaba la villa, para suerte de sus pobladores que se conservaron libres. Pobres pero libres.
A cada ataque, gente de ellos, o de los otros, resultaba herida, si no muerta, y eso lastimaba el futuro, lo teñía de venganzas.
Eso sí llegó a entender Farnesio.
Hecho a un lado (dulcemente, pues era una sociedad que conservaba la ternura), cuando llegaron los godos, Farnesio desbrozaba el olivar que le encomendaron, en un recodo de la sierra que lo dejaba a solas con el cielo. No supo de los invasores hasta que sonó la campana de alarma. De tajo, una mano goda ordenó silencio. Eso lo oyó también.
Humo sobre el encinar. Llegaron al olivar los que huían. El primero, Madrigal, oyó a Farnesio:
-¿Corres, hermano?
-Hermano Farnesio, nos han invadido.
-¿Que pidió el invasor?
-La espada del Domo.
-Y se la dieron.
-Qué otra, Farnesio, qué otra.
-¿Te persiguen?
-No, permanecen, entretenidos en el saqueo, como los perros.
-¿Y por qué huyes?
-Porque no quiero verlos.
Farnesio nunca hubiera cedido la espada del Domo. Eso era vencerse a la inexorable ley del ajedrez. Pero no le preguntaron, por ponerlo lejos, ya ven.
Los godos son pueriles. Les gusta el metal reluciente y nuevo, salido del mercado del domingo. Hubieran apreciado, más que la vetusta espada auténtica del Domo, una espaducha cualquiera, salida apenas de la fragua. Y con ella Farnesio hubiera conducido al invasor al infierno. Pero no le preguntaron. No dio tiempo.
-¿Verdad, Madrigal? -y le apretó la nuca con aprecio.
Madrigal no entendió la pregunta. Siguió corriendo, no podría razonar hasta que los godos se marcharan.
Y a Farnesio se le fueron las ganas de seguir trabajando.