En pocas ocasiones se ha visto al presidente Ernesto Zedillo y a su gobierno frente a un juicio tan crítico como el que le hicieron los representantes de las organizaciones no gubernamentales (ONG) en París el domingo pasado. La afirmación fue tajante: en México existe una situación grave y creciente en la violación de los derechos humanos, inclusive peor que la de algunas dictaduras latinoamericanas. La contundencia de las ONG prácticamente dejó al gobierno de México en una posición muy delicada. No es el caso de los gobiernos mexicanos del desarrollo estabilizador, a los cuales no les importaba la crítica externa, porque al final de cuentas no tenía repercusiones importantes dentro del país; hoy se trata de la globalización y de la posibilidad de que México tenga un acuerdo comercial con la Unión Europea, una especie de TLC con Europa. No es sólo de una denuncia ni mucho menos de una venganza política de las ONG, sino algo de mucho más fondo.
Lo que le falta al país para alcanzar un sistema político democrático se ve con mucha claridad cuando los gobernantes mexicanos viajan al extranjero.
En estos viajes los funcionarios mexicanos tienen que enfrentar a medios de comunicación libres, a organizaciones sociales que son interlocutoras de los gobiernos y sobre todo a sociedades que han logrado un desarrollo mucho más generoso y equilibrado que el nuestro. Con estos viajes, los gobernantes mexicanos comprueban que tienen todavía márgenes de maniobra y discrecionalidad que sus pares no tienen. Uno de los rasgos más importantes que han logrado los países que tienen una democracia consolidada es el de un amplio respeto de los derechos humanos; no sólo es una política de Estado, sino un requisito para sus socios comerciales. El mundo político de las sociedades complejas que han logrado un alto grado de diversificación, pluralismo y autonomía tiene detrás una organización social fuerte que organiza importantes fragmentos que no son cubiertos ni por el gobierno ni por la empresa. Esa otra porción, llamada tercer sector y conocida popularmente como el mundo de las ONG, es ahora la piedra en el zapato del gobierno mexicano. Aquí en México hay múltiples redes de estas organizaciones que dan una pelea fuerte por la democracia y los derechos humanos, pero el problema es que en estas tierras el gobierno ni siquiera las ve ni mucho menos las escucha. Caro pagó el presidente Zedillo haber soslayado al secretario general de Amnistía Internacional, Pierre Sané, el cual tenía un informe terrible sobre la situación de los derechos humanos en México y 17 recomendaciones: una militarización de varias zonas del país, detenciones arbitrarias, desaparición de disidentes, ejecuciones sumarias, tortura, operaciones anticonstitucionales, amedrentamiento a los medios de información, asesinatos de periodistas, una precaria y mal organizada impartición de justicia e instituciones deficientes; en suma, un panorama de crisis de derechos humanos y de justicia. En efecto, esta situación es la contraparte de lo que sucede con la crisis de inseguridad pública, con Chiapas y la guerrilla del EPR, con la guerra interna entre la clase política priísta, con la destrucción social de la crisis y con el narcotráfico.
¿Es posible que el país se reconozca en estos informes y denuncias de las ONG sobre el grave deterioro de los derechos humanos? ¿De qué forma se pueden hacer compatibles este México bárbaro con el que vivimos el 6 de julio pasado o con los avances en el Congreso? Esta dualidad es, sin duda, uno de los problemas centrales del actual momento político, porque ambos panoramas son ciertos: hay descomposición social y debilitamiento institucional de Estado, pero también hay elecciones más transparentes. Sin embargo, estas últimas parece que no alcanzan para resolver la crisis política del Estado. Hace unos días Adolfo Gilly lo planteó así: ``No vemos un acotamiento del poder presidencial y un crecimiento del papel del Congreso. Vemos una fragmentación del poder del Presidente, una crisis de la relación mando-obediencia y una prolongada guerra de bandas y mafias dentro del gobierno y fuera de él. Vemos una descomposición del poder existente, sin que todavía se conforme una alternativa que estabilice y serene las conductas'' (La Jornada, 2/X/97).
El juicio de las ONG en París es sólo la expresión de una crisis que el gobierno mexicano no ha querido enfrentar ni resolver. Con esta crisis el proceso político mexicano de transición se parece mucho más a Rusia que a España. Ese es el problema de fondo.