Como era previsible, durante la visita de Estado del presidente Ernesto Zedillo a Francia, tanto en ese país como en el nuestro han tenido lugar diversos llamados de alerta acerca de la situación de los derechos humanos en México y señalamientos críticos al desempeño del gobierno en este terreno.
Tal situación puede explicarse, en una primera apreciación, por los errores políticos y diplomáticos cometidos por el gobierno mexicano en su trato con organismos y organizaciones internacionales de protección a los derechos humanos. Como ejemplos de lo anterior cabe recordar que, hace unos meses, las autoridades cancelaron las visas a los integrantes de una misión contra la tortura que visitaban nuestro país y que debieron abandonarlo antes de concluir su trabajo de observación; posteriormente, tuvo lugar un penoso desencuentro -que derivó en polémica y acusaciones mutuas- entre el Ejecutivo federal y Amnistía Internacional, cuyo presidente, Pierre Sané, no pudo entrevistarse con el mandatario Zedillo ni con el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet.
Pero las críticas internacionales en esta materia tienen, por desgracia, elementos más profundos que el descuido de las formas o las confusiones de agenda: es evidente que existe, en el país, un marcado incremento de las violaciones a los derechos humanos, y un preocupante margen de impunidad para quienes las cometen, y estos fenómenos no son advertidos únicamente por organismos extranjeros, sino también por organizaciones no gubernamentales mexicanas.
Ciertamente, se trata de un asunto complejo en el cual intervienen múltiples factores: entre otros, el perceptible crecimiento de la delincuencia organizada, el poder -financiero, de cooptación, de fuego- acumulado por las mafias del narcotráfico, el descontrol y la corrupción imperantes en las corporaciones de seguridad pública y procuración de justicia, el despliegue de fuerzas militares en algunas de las regiones más pobres del país, la persistencia de cotos y feudos de impunidad, como lo son algunos gobiernos estatales, la existencia de jueces y magistrados venales y prevaricadores, la imposibilidad o falta de voluntad de diversas comisiones oficiales de derechos humanos y su subordinación a autoridades locales o federales.
Sería por demás difícil escamotear este deterioro de las garantías individuales y los derechos humanos a la mirada de la comunidad internacional, o rechazar los planteamientos críticos, así fuera en nombre de la soberanía nacional. Si ésta se encuentra bajo amenaza y en cuestión, ello se debe más bien a la apertura indiscriminada de mercados, a la conformación de bloques geoeconómicos -como el TLC, del cual formamos parte- y a fenómenos como la revolución de las telecomunicaciones, los flujos migratorios y la globalización de la delincuencia organizada, que corre casi al parejo de la integración de los segmentos legales de las economías.
En este contexto mundial, la única manera practicable de preservar la soberanía y de conciliarla con la vigencia plena de los derechos humanos consiste en protegerlos y respetarlos de manera efectiva y no dar lugar, de esa forma, a los señalamientos críticos que fundadamente se formulan, hoy, en este terreno, en el país y fuera de él.