BENEDETTI: LOS DE ABAJO, UNICA ESPERANZA PARA EL MUNDO
César Güemes/ I Ť Pocos autores, en nuestra lengua, tan queridos como él. Pocos tan entrañables para América Latina y España y otros varios países a cuyos idiomas se ha traducido buena parte de su obra. Pocos, como él, con 70 libros publicados y vueltos a publicar. Todos, los 70, menos uno, el primero, que desde su punto de vista quizá no debió alcanzar la luz. Quizá. Mario Benedetti está en México de visita y se presentará mañana miércoles a las 20 horas en el Palacio de Bellas Artes con el fin de ofrecer un recital. Con él conversamos.
--¿Cómo está, don Mario? Iniciemos con eso.
--Más viejo. Acabo de cumplir 77 años, el pasado 14 de septiembre.
--¿Ese avance en el tiempo le implica felicidad?
--¿Felicidad? Esa puede venir en cualquier etapa de la vida de uno, cuando se tienen 15 años o 25 o 40. Son estados de ánimo que no siempre dependen de la edad.
--¿No se es más hábil para conseguir la estabilidad cuando ya se han vivido algunos años que cuando se es muy joven?
--Con los años se va consiguiendo madurez, pero la verdad es que yo las mayores inquietudes de mi vida y los mayores riesgos los corrí cuando era bastante mayorcito, mucho más que cuando era joven. El hecho de que tuviera que ir al exilio y demás me ocure al alcanzar los 50 y 60 años. Por eso fue más difícil el exilio para mí. A esa edad quedarse sin trabajo, sin casa, sin nada de qué vivir, es más difícil que cuando uno es muy joven y se acomoda mejor a esas circunstancias.
Cuánto más hubiera escrito...
--A cambio de ese trabajo y esa casa que tuvo que dejar, supongo que tenía ya ganados muchos amigos, no sólo en su país sino en América Latina y España.
--Sí, pero sobre todo gané muchos amigos durante el exilio. Tanto el exilio como el desexilio tienen luces y sombras. Una de las luces del exilio fue la solidaridad que recibí de la gente y los nuevos amigos que logré. Ese tipo de cosas fue muy importante. Pienso que de los gobiernos casi nunca se aprende nada, pero de la gente de a pie sí se aprende mucho.
--¿Qué sería de su literatura sin la experiencia del exilio?
--Sería otra. Habría seguido escribiendo en Montevideo sobre mis montevideanos. Si en el exilio seguí escribiendo sobre ellos, cuánto más no hubiera escrito si no me hubiese visto en la necesidad de exiliarme.
--De modo que la patria no se deja nunca.
--Lo que me pasa con la palabra patria es que no me atrae demasiado. Hay tanta retórica en relación con esa palabra, como los himnos y todo eso. Pero el lugar de donde uno es sigue con uno.
--Cuando sale de Uruguay, ¿sigue oyendo a sus personajes hablar como ahí se habla o permite que se le vayan avecindando otras maneras del lenguaje?
--Son muy pocas las voces o los tonos nuevos porque cuando me fui al exilio me fui encontrando con montevideanos por todas partes. La dictadura me expulsó a mí y también a mis personajes. Así que los fui encontrando aquí y allá. Y esos sí aparecen muchas veces en los cuentos del exilio, los uruguayos que encontré en otros lugares. Claro que son uruguayos cambiados, porque el exilio cambia a la gente, y hay muy distintas reacciones en los exiliados. De un exiliado a otro hay mucha diferencia: está el que llega al país que lo acoge y trata de vincularse con la gente, trata de ver cómo encaja su futuro; y está el otro, el que se mantiene como en una isla y no se vincula con la gente del país que lo recibe y a quien le parece que va a estar pocas semanas fuera, que va a poder volverse enseguida. Pero pasan los años y entonces se le vuelve malo mantener esa actitud.
--¿Diría usted que existe el perdón político, que vale más el perdón?
--Yo diría que importa la comprensión de las cosas que ocurrieron. Lo que pasa es que el perdón viene un poco de la cosa religiosa y yo no soy muy afecto a la religión. De modo que todas esas amnistías, que vienen a ser formas del perdón, hay que tomarlas con cuidado. Mientras la amnistía no signifique amnesia, pasa. Pero cuando la amnistía es amnesia, ya no me gusta. Del pasado no hay que olvidarse o se corre el riesgo de repetirlo.
El vínculo con Marcha
--Si le pido que hable de don Carlos Quijano, ¿cuáles son las primeras imágenes que le vienen a la memoria?
--Bueno, él fue un tipo extraordinario. Yo lo conocí siendo muy joven cuando me vinculé a Marcha, el semanario que él dirigió tantos años. Quijano no era fácil de llevar, era un tipo con mucha autoridad, y a veces yo como tantos otros tuvimos diferencias con él. Dejamos de publicar en Marcha, después regresamos. La mejor época de mi relación con él fue aquí en México, donde tuvo que exiliarse. Aquí mantuvimos muy buena relación cuando yo venía. Eso fue muy entrañable. Era un tipo muy valioso que formó a una generación. A muchos de nosotros nos formó como periodistas. Era como una escuela de periodismo. Severísimo. De un rigor tremendo. Si había un tipo riguroso en ese momento, era Quijano.
``Por ejemplo, si aparecía un libro de un autor que ya tenía otros libros anteriores, con él se podía hacer el comentario del libro. Pero para hacerlo era necesario, con él, que uno se hubiera leído todo lo anterior del autor, porque es la única manera de detectar si el escritor mejora o empeora o si recupera temas del pasado. Si era necesario hacer crítica de una obra de teatro lo primero era conocer la obra. Salvo que fuera algo totalmente inédito y se manejara por primera vez. Pero si no, Quijano pedía conocer la obra con antelación para ver qué había hecho el director con el texto. Eso creo que nos hizo bien a todos. Marcha fue una escuela de rigor. Aparte fue una tribuna muy abiera para gente no sólo de izquierda, sino de derecha. Así que pienso que Carlos Quijano fue un fenómeno que todavía no se ha valorado lo suficiente en Uruguay. En parte porque dejó muchas heridas. Cuando había que decir algo en Uruguay, lo decía''.
--Aquí también lo dijo.
--Seguramente, eso era consustancial con su carácter.
El rigor, la disciplina
--Ha mencionado el término rigor. Y le preguntaría su postura respecto del término disciplina. Nadie con 70 libros publicados pudo haberlos escrito de una manera apartada de la disciplina.
--Aprendí la disciplina de un colegio alemán, que fue mi primera escuela, y donde la enseñaban a machamartillo. Era dolorosa la disciplina que imponían los alemanes. Pero, de alguna manera, yo qué sé, a lo mejor eso fue lo que me hizo ordenado. Y además aprendí un idioma que a pesar de los alemanes es muy lindo. Los idiomas que uno aprende de niño se le prenden y lo marcan. En cuanto al rigor yo creo que sí hay que ser riguroso en cuanto a la actividad cultural. Hay que ser riguroso con lo que se escribe. Cuando uno entrega un libro, hay que estar seguro de que ha dado lo mejor de uno en ese libro. No por el afán de publicar ha de sacarse cualquier cosa. Creo que es bueno ser riguroso.
--¿Eso lo fue aprendiendo con el método de ensayo y error?
--Con mis propios errores. Mi primer libro de poemas que nunca más publiqué, La víspera indeleble, fue un error espantoso. Aunque fuera el primer libro, fue un error publicarlo porque era un libro malísimo. Una falta de rigor me llevó a sacar ese trabajo. Y de lo cual me arrepentí durante años. Así que la falta de rigor tiene consecuencias para el propio autor.
--¿Qué piensa del siglo que se viene ya para América Latina? ¿Lo vislumbra más complejo, incluso ya sin utopías?
--Sería bueno tener una bola de cristal. Por lo pronto estoy muy preocupado no sólo por Latinoamérica sino por el mundo todo. Creo que si la humanidad sigue por este camino o se deja llevar por este camino, va al suicidio, sencillamente. Ahora, de alguna manera, yo que soy un optimista visceral, mantengo todavía cierta zona de esperanza. La humanidad ha pasado por periodos muy malos, ha estado en pozos verdaderamente terribles y, sin embargo, ha encontrado fuerzas e imaginación para rescatarse a sí misma. De modo que yo creo que esto puede seguir un tiempo, pero no indefinidamente. En este mundo donde toman las decisiones estos que Lyottard llama los ``decididores'' y están por encima de los gobiernos, las cosas van a cambiar. Esos ``decididores'' están por encima de las naciones: son el Fondo Monetario, el Banco Mundial, y demás. Ellos están por encima incluso de los países capitalistas, y son los que imponen la política.
``Entonces, si puede haber alguna esperanza, tiene que venir de abajo, no de arriba, porque los de arriba van a presionar cada vez más para que la gente sea más explotada, para que cada vez sea mayor el abismo entre los que tienen mucho dinero y los carentes, los pobres. Esas son situaciones que no pueden seguir indefinidamente. Los problemas que hay en el mundo de vivienda, de hambre, de sed, de plagas, no pueden continuar así. Llegará un momento en que esos problemas van a invadir a Occidente. ¿Y qué se hará cuando ya no sólo es la gente sino los problemas los que invadan el mundo entero? Si fueran un poco más inteligentes y más generosos esos ``decididores'', tendrían que curarse un poco en salud''.
--Conocemos el papel de la cultura para que los de a pie decidan el futuro a cambio del que proponen los ``decididores''. ¿Cuál es el papel en particular de la poesía y de la narrativa, entre los de abajo?
--Creo que la cultura jamás ha podido cambiar nada políticamente. Sobre todo, los que ejercen el poder son insensibles a la cultura. Los de derecha, los de centro y los de izquierda. La cultura molesta siempre, es una molestia. Salvo aquellos artistas que están muy inscritos en un determinado partido y no tienen más remedio que seguir en forma total los dictados de ese partido, los intelectuales son más libres, más independientes, y si tienen que criticar, critican, aunque sea en ocasiones a un político con el que mantienen afinidad. Por eso a la cultura la arrinconan, la ningunean, como se dice en México. O sea que la cultura no tiene posibilidades de influir sobre los gobernantes.
``La posibilidad que tiene es la de influir sobre el ciudadano, sobre el individuo. Ahí sí la cultura permite comprender ciertos fenómenos sociales y políticos. Pero sólo en forma individual. A partir de ese esclarecimiento personal es que el ciudadano toma una actitud más colectiva. Pero nunca se sabrá''.