A Cayo Hueso, mi barrio habanero
A ocho años de la caída del muro de Berlín, el régimen de Fidel Castro continúa en pie, no obstante la devastadora crisis que atraviesa el país.
La economía cubana viene recuperándose desde 1995, luego de la estrepitosa caída que sufriera, pero no se vislumbra el momento en que alcance a aliviar las penurias del ciudadano común, exceptuando a la minoría que tiene acceso al dólar.
No parece posible retornar, siquiera a mediano plazo, a los niveles de vida de la década de los ochenta, que apuntalados por sistemas de educación y salud envidiables para cualquier otro país del tercer mundo aseguraban el consenso. Todo esto sufrió un dramático deterioro al desaparecer, con la URSS, las privilegiadas relacionadas económicas que lo sustentaban. Pero no se trata sólo de la pérdida material; el desmoronamiento de lo que se suponía incólume e irreversible tuvo un efecto desmoralizante y desorientador a escala social.
Por su parte, el modelo implantado en la isla venía mostrando desde antes síntomas de inviabilidad económica y política, propiciatorios, entre otras consecuencias, del decaimiento de la ética como móvil de la conducta colectiva y de una menor credibilidad de los funcionarios. Pese a intentos en los años iniciales por evitarlo, la senda que se impuso finalmente, con notables peculiaridades, no rebasó los marcos del llamado socialismo real.
Empero, sería erróneo concluir que el gobierno ha perdido del todo el respaldo ciudadano, y que el colapso de la Revolución es necesariamente inevitable. Para una proporción probablemente importante de cubanos de la isla, el régimen existente todavía simboliza una cara aspiración: la preservación de la soberanía nacional y, por consiguiente, de la alta autoestima como pueblo y los logros alcanzados en el periodo revolucionario.
Ese estado de ánimo es fortalecido por la política de Estados Unidos, al parecer empeñado en rendir a Cuba por hambre. Su agresividad desde las primeras medidas revolucionarias, el bloqueo que ya dura treinta y cinco años, recrudecido con la ley Helms-Burton, han costado sangre y duros padecimientos a los cubanos, pero, paradójicamente, operan en gran media a favor del capital político de las autoridades de La Habana.
Sin embargo, esas premisas no aseguran a futuro la estabilidad del país.
Al desgaste de la imagen del gobierno entre sus partidarios se suma el descontento de quienes no simpatizan con el sistema y el desencanto de muchos, no pocos jóvenes entre ellos. Los profesionistas, técnicos, científicos, intelectuales y artistas, no desean, como regla, el retorno a los tiempos de notoria injusticia social cuando la isla era una dependencia yanqui, pero dudan, cuando no discrepan, del rumbo actual.
Las reformas emprendidas han demostrado ser insuficientes para remontar la crisis. Para ello sería necesario rediseñar el modelo a partir de un profundo análisis crítico, con participación popular, conducente a cambios de fondo que implican el establecimiento de la democracia a partir de la base.
Es cierto que hacerlo ahora implica correr grandes riesgos, pero no mayores que la perpetuación del dogma, con la ventaja que da consultar a la ciudadanía cómo sacar al país del atolladero y, en general, sobre la conducción de los asuntos del gobierno.
No se puede lidiar indefinidamente con la hostilidad de Estados Unidos, a menos que se rescate el consenso en torno al proyecto nacional. Para lograrlo habría que seguir una vía auténticamente renovadora, nutrida de la inteligencia colectiva, que seguramente despertaría esperanza y simpatía en nuestra América, donde se aprecia ya la voluntad de los luchadores sociales y revolucionarios de transformar la incertidumbre y la parálisis que provocaron las derrotas y los derrumbes en reflexión que desemboque en nuevas alternativas libertarias. Ambos procesos podrían enlazar e incentivar recíprocamente la probada creatividad política de los isleños y de sus hermanos de la región.
La mayoría de los cubanos quiere que su destino se decida en Cuba, no en Washington ni en Miami, aunque en la agenda del debate no puede excluirse la necesaria y fecunda convivencia con la emigración, ni la construcción de una relación mutuamente respetuosa con el prepotente vecino.
* El autor fue director del diario Juventud Rebelde y del semanario Bohemia, de La Habana, Cuba.