Pedro Miguel
¿Sin ejércitos?

Los guerreros profesionales tienen un papel destacado, si no central, en el surgimiento de casi todas las civilizaciones. Pero también suelen resultar indispensables cuando llega la hora de destruirlas. No es necesario ir muy lejos para hurgar en el suelo de Cartago y Numancia o en los escombros de Tenochtitlan, y ni siquiera en las cenizas de Dresde y de Hiroshima. Todavía están frescos los cuerpos en Benthala y en Blida. No se han reparado aún los edificios de Sarajevo. Colombia vive al ritmo de matanzas y contramatanzas. Los milicianos de Hamas y los terroristas de Estado de Israel parecen empeñados en disputarse el Nobel de la barbarie.

En este mundo que se quedó sin frentes ni trincheras definidos, la violencia se muerde la cola en episodios sin propósito, y las instituciones castrenses formales --las que utilizan papel membretado y logotipo-- difícilmente podrían ser responsables directas de todas esas historias de muerte. Pero los asesinos en Argelia, con su alto grado de organización y entrenamiento, son veteranos de Afganistán; los carniceros de Bosnia son, en su mayor parte, engendros del ejército yugoslavo; los agentes del Mossad que, munidos de pasaportes canadienses falsos, se pasean por el mundo envenenando gente, tienen grado militar; los terroristas árabes que se forran de dinamita para explotar entre civiles son entrenados por las fuerzas armadas de Irán o Siria; los escuadrones de la muerte latinoamericanos, antaño dedicados al exterminio de opositores y hoy consagrados al negocio de matar carteristas y niños de la calle, reclutan a sus miembros en corporaciones militares o policiales; los iluminados que quieren instaurar el paraíso terrenal a punta de ajusticiamientos --burgueses, mencheviques o reformistas, y hasta algún compañero de ruta renuente a la autocrítica-- no vacilan en repartirse grados militares ni en inventar fuerzas armadas rebeldes, populares o de liberación; el joven criminal que dinamitó un edificio repleto de gente en Oklahoma aprendió las mañas de la destrucción como soldado estadunidense en Irak. Y así.

Parece que, a la larga, la paz indefinida de los cuarteles acaba siendo frustrante para muchos. Allí dentro habrá seguramente quienes piensen que, tras haber sido sometidos a un implacable entrenamiento para matar, en el curso del cual se les inculca la obediencia estricta, el amor al oficio y la fobia al enemigo, es un poco cruel que los tengan años y años sin más entretenimiento que engrasar las armas y lustrar sus botas. Y acaso no les falte algo de razón cuando, una vez licenciados, descubren las ventajas de trabajar por su cuenta.

Lo que no resulta correcto, incluso en este planeta de eufemismos, es que el mantenimiento en tiempos de paz de aparatos diseñados para la destrucción y el aniquilamiento --con todo y el riesgo que conllevan de generar tránsfugas-- se denomine seguridad.

¿Es concebible una vida sin fuerzas armadas? ¿Qué pasaría si fueran abolidas? Tal vez se trate de un par de preguntas disparatadas, pero en el mundo ha habido pocos momentos tan propicios como el actual para planteárselas. Hoy, por lo menos, la existencia de gigantescos aparatos bélicos carentes de enemigo --pero propensos a fabricarlo-- obliga a pensar que la barbarie no es lo que queda más allá de la cáscara de la civilización, sino uno de sus órganos internos y constitutivos.