El Che, ese oscuro objeto del deseo
Adolfo Gilly
¿Por qué? En los términos precisos de uno de mis estudiantes: ¿por qué vende el Che?
Todos sabemos que un bien, para ser valor de cambio en el mercado, debe ser antes valor de uso, es decir, satisfacer cierta necesidad, material o espiritual, tangible o imaginaria. Si no, no se vende.
¿Quiénes compran al Che, tan numerosos como para constituir un mercado en sí mismos? ¿Y qué buscan en él estos que, otra vez, se sienten atraídos por su imagen?
No es su historial revolucionario, común con muchos otros: fue guerrillero, luchó por ideas socialistas, fue dirigente de una revolución victoriosa, enfrentó a Estados Unidos como potencia dominante de la región. Pues si por eso fuera, aquellos otros, cuyos nombres no consigno porque son legión, también habrían corrido en sus efigies la misma suerte.
La cuestión se cierne un poco si logramos definir quiénes integran ese mercado. Por los objetos que la imagen del Che contribuye a vender, resulta obvio que está formado principalmente por jóvenes. No todos los jóvenes, por supuesto, sino una parte de ellos, pues a muchos otros les tiene sin cuidado el Che.
La respuesta más elemental, con una pequeña dosis de verdad, sería que se trata de una moda. Sí, pero volvemos al principio: por qué ésta. Comparemos con otras que han tocado el mismo sector de mercado: en Marylin, encontraban la belleza, la juventud y el desafío; en Jim Morrison, la música, la juventud y el desafío; en Einstein, la vestimenta informal del sabio y la lengua sacada en desafío; en John Lennon, la letra rebelde, la muerte joven y el desafío.
No tienen el mismo mercado, en cambio, por respetables que puedan ser, los revolucionarios jefes de Estado, de partido o de otras instituciones establecidas. No lo tienen los premios Nobel ni los grandes héroes nacionales. La moda del Che, si así se quiere llamar a una atracción que vuelve a aparecer cíclicamente, tiene otro origen.
Yo lo encuentro en la palabra desafío.
Por la historia y el mito, siempre enlazados en forma inextricable, la figura del Che aparece unida a las ideas de honestidad, congruencia con sus propios principios, rebeldía ante las injusticias de las instituciones establecidas (así fueran las mismas que él contribuyó a crear) y ruptura, desde su discurso de Argel y su carta a Carlos Quijano, con los dos grandes sistemas del poder mundial en sus tiempos: el capitalismo y la Unión Soviética. Tal vez el gobierno al cual pertenecía no podía hacer esta ruptura. El Che optó por asumirla a su propio riesgo, tan propio que tuvo la prudencia de no cortar sus profundos lazos con ese gobierno ni vio tampoco razones suficientes para hacerlo.
Ese riesgo asumido se llama desafío, no en nombre de su persona o de su país, sino de ciertas ideas, de cierta pertinaz rebeldía ante la injusticia y el privilegio. No termina aquí la figura del Che. Es ilusión ingenua presentarlo como el rebelde intacto, el soñador, el hombre de la revuelta pura. Esas hagiografías generalmente son usadas para legitimar muy diferentes poderes e intereses: por millones se cuentan las imágenes de Zapata en los billetes de banco mexicanos.
El Che fue también un hombre de gobierno, un militar, un jefe de mando intransigente y en veces intolerante, y no fue un partidario de la democracia en los países en revolución. Depositar en él todas las virtudes es una de las peores maneras de sepultar aquellas que en realidad tenía. Si se quiere librar al mito de estas incrustaduras, la tarea más necesaria es desmitificarlo para encontrar al hombre tal cual era.
El Che, por otra parte, ya no es el de antes. Los jóvenes que en esa revolución en la cultura y en las costumbres que fue el 68 recorrían las calles de París, Berkeley y México gritando: ``Che-Che-Cheguevara'' y ``Ho-Ho-Hochiminh'' sabían de qué hablaban y qué defendían, y creían tocar con la mano una revolución posible. Esos jóvenes --y que los anacrónicos que trasladan el presente al pasado me disculpen-- desde Praga y Varsovia hasta Buenos Aires y Santiago querían cambiar el modo de vivir el mundo. Y lo cambiaron, por Dios que lo cambiaron, aunque tantas cosas sigan siendo parecidas y otras tantas sean muy diferentes de cómo ellos creían imaginarlo. Pero este mundo ya no es el de la posguerra, el de Yalta y los grandes imperios coloniales, el de Stalin y Truman, el de Doris Day y Libertad Lamarque.
Los que hoy buscan otra vez la imagen del Che tal vez no tienen aquella sensación de la inminencia de un mundo diferente y posible. Puede pensarse que sienten la nostalgia de ese tiempo. Yo no lo creo. Sólo de lo vivido se nutre la nostalgia.
Escribiendo a propósito del poeta Ossip Mandelstam, muerto en las prisiones de Stalin, Joseph Brodsky anota sobre los días de la Revolución rusa: ``Desde el inicio del siglo el aire estaba lleno de vagas ideas sobre un nuevo reparto del mundo, de modo que cuando se produjo la Revolución, casi todo el mundo tomó lo que estaba pasando por el objeto de ese deseo''.
De lo aún no vivido pero ya imaginado se nutre el deseo. Y de éste nace la rebeldía contra lo existente. Sobre ese deseo rebelde de futuro, Ernst Bloch escribió su principio-esperanza: la presencia de lo todavía-no-advenido, no la nostalgia de lo ya-advenido y perdido.
El deseo de ese futuro posible, la rebeldía contra un mundo atroz, la idea de que, en la frase de Bloch, ``lo que existe no puede ser verdad'', es lo que vuelve a alimentar este otro mito de la modernidad, el Che, el arcángel, el héroe bello, rebelde y, como lo quiere la definición clásica, joven porque no tiene compromiso con el pasado.
La imagen del Che, entonces, puede ser usada como mercancía o como medio de legitimación política de un régimen. Cada quien es libre de interpretarla como quiera.
Pero hasta donde alcanzo a comprender su terca permanencia solitaria entre los mitos de este siglo, esa imagen perdura y reaparece porque es el oscuro y cambiante objeto de un deseo, ese deseo de lo todavía-no-advenido a través del cual una parte de cada generación vuelve a considerar el modo de ser del mundo y la imagen en él de la propia vida.
Ahora quería decirles que los quiero mucho y los recuerdo
siempre, junto con mamá, aunque, a los más chiquitos casi
los conozco por fotografía porque eran muy pequeñines cuando
me fui. Pronto yo me voy a sacar una foto para que me
conozcan como estoy ahora; un poco más viejo y feo.
Esta carta va a llegar cuando Aliusha cumpla seis años,
así que servirá para felicitarla y desearle que los cumpla muy
feliz: Aliusha, debes ser bastante estudiosa y ayudar a tu
mamá en todo lo que puedas. Acuérdate que eres la mayor.
Tú, Camilo, debes decir menos malas palabras, que en
la escuela no se puede decirlas y hay que acostumbrarse
a usarlas donde se pueda. Celita, ayuda siempre a tu abuelita
en las tareas de la casa y sigue siendo tan simpática como
cuando nos despedimos, ¿te acuerdas? A qué no. Tatico, tú crece,
hazte hombre que después veremos qué se hace. Si hay
imperialismo todavía, salimos a pelearlo, si eso se acaba,
tú, Camilo y yo podemos irnos de vacaciones a la Luna.
Denle un beso de parte mía a los abuelos, A Myriam
y su cría, a Estela y Carmita y reciban un beso del tamaño
de un elefante, de Papá.
A Hildita, otro beso del tamaño de un elefante y díganle
que le escribiré pronto, ahora, no me queda tiempo.
Carta escrita por Ernesto Guevara a sus hijos
en noviembre de 1966, poco antes de partir hacia Bolivia.