El Don Juan de Molire presenta grandes diferencias con el de Tirso. Si en éste el burlador es un creyente que piensa tener todo el tiempo por delante para arrepentirse --``tan largo me lo fiais'' es su respuesta a la amenaza del castigo divino-- el del dramaturgo francés es un absoluto ateo, que sólo cree en ``que dos más dos son cuatro y cuatro y cuatro ocho''. No en balde recorría el racionalismo ya el pensamiento francés: casi 30 años antes se había publicado El discurso del método --tan perseguido como lo fue esta tragicomedia-- y aunque las ingenuas pruebas de la existencia de Dios que ofrece Sgnarelle son en todo contrarias a las de Descartes, la influencia del filósofo se dejaba sentir. Pero el escándalo que suscitó la obra molierana tuvo motivaciones más mundanas. Prohibida la primera versión del Tartufo --que se desconoce a la fecha-- Molire aprovechó la larga diatriba de don Juan en contra de la hipocresía y aun ciertas palabras de don Luis: ``Nada es el nacimiento donde no hay virtud'', para volver a atacar los vicios de su tiempo, lo que irritó a la poderosa Compañía del Sagrado Sacramento; la vieja obsesión de Molire contra los médicos vuelve a aparecer también, pero el gremio no tenía el poder que nobleza y clero ostentaban.
Mucha razón tiene Margules al establecer que el autor, al atacar las lacras de la corte de Luis XIV, estaba atacando lacras del comportamiento humano de todos los tiempos. Lo que se cuestionaría es su lectura tan pesimista, casi misántropa, del texto y que lo lleva a sostener que todos sus personajes son de extrema fragilidad moral. No lo es doña Elvira, que al final muestra una gran piedad por su burlador, ni lo son sus hermanos, que se acogen a los códigos de honor de la época. Mucho menos lo es don Luis. Ni el cándido Pedrito, plebeyo imposibilitado de luchar contra un señor (o contra esa especie de mafioso rodeado de guaruras en esta versión). Ni las pobres Carlota y Maturina que ceden su honra ante las falsas promesas y que aquí dan lugar a una escena poco grata, la de casi violar al seductor, con lo que se intenta refrendar una ligereza de costumbres muy alejada del original. La presencia constante del pobre --que, vuelto al público dice citas de otros autores--, el personaje virtuoso por excelencia (casi estoico en su virtud) probablemente representa al observador desilusionado del género humano. Tan sombría visión del mundo no es compartida por muchos, yo entre otros, pero da lugar a un montaje de singular relevancia.
En un aeropuerto, símbolo de la transitoriedad de todas las cosas, se desarrolla toda la obra, excepto al final en que se nos retrotrae al siglo XVII. Así se establece lo pedurable de personajes y situaciones en todos los tiempos; además, resultaba muy difícil sostener a ese don Juan, maduro y rodeado de un oscuro poderío de la parte moderna, como el hijo rebelde de un hombre noble. Los cambios de los espacios del aeropuerto --en la excelente escenografía de Carlos Trejo-- rematan en un cambio al neoclasicismo ante nuestros ojos, todo brillante y muy bien logrado. Las adecuaciones de texto y montaje se resuelven de manera óptima. Así, el duelo donde don Juan defiende a don Carlos se resuelve como pleito de pandillas, las alusiones a caballos se hacen a automóviles, los jóvenes campesinos se convierten en empleados de intendencia del aeropuerto. En la traducción de Fabienne Bradu, los localismos de los toscos campesinos se vuelven, acertadamente, modos urbanos y populares. Por cierto que en esta escena destacan por su gracia y su capacidad actoral Karina Gidi y Silverio Palacios.
La transición de nuestro siglo hacia el pasado no se ve reflejada en los modos de actuación. Un leve apunte hacia el estilo neoclásico, que aparece apenas como referente, se pierde y se desfasa ante el realismo posterior que sólo mantiene la manera antigua en la diatriba de don Juan contra la hipocresía, dada de frente al público y en el centro del proscenio; aquí hay otra deliberada ruptura, con esas gesticulaciones del criado enano que remedan las del amo. La intención del director no queda del todo clara en estos pasos y es absolutamente oscura en la escena del apuñalamiento de los criados. A pesar de éste y muchos otros peros --como la deficiente actuación de Jorge del Campo-- el diseño del director es muy audaz, muy complejo y muy bien resuelto. Ante un don Juan, incorporado por Emilio Echavarría, maduro y hastiado hasta la fatiga, se contraponen la fuerza de Julieta Egurrola como doña Elvira, la gracia servil de Patricio Castillo como Sgnarelle, la indignación de Luis Gimeno como don Luis y la sobriedad de Gerardo Moscoso como el pobre. Estamos ante un Don Juan de mucho aliento, que sin duda originará grandes controversias