Es muy dudoso que en Francia todo le haya salido mal al presidente Ernesto Zedillo, aunque algunos comentaristas gusten de semejante generalización. Jacques Chirac ofreció el respaldo de su gobierno al acuerdo comercial entre México y la Unión Europea (UE), reconociendo las disparidades actuales en el intercambio de bienes y servicios. Y el mandatario mexicano se vio muy seguro de sí y de su fuerza de convicción cuando habló ante los empresarios franceses en la residencia oficial de Marigny.
Habló allí de los procesos de privatización de aeropuertos, ferrocarriles, terminales portuarias, telefonía local, industria petroquímica, es decir, de otras tantas áreas de inversión (a las que, al parecer, faltó añadir la industria eléctrica). En cuanto a la distribución de gas natural, pidió confianza y paciencia, porque es una industria atrasada a causa de que durante varias décadas fue reprimida por una legislación asfixiante. (Ese atraso se revela claramente en los trágicos desastres de San Juanico.)
En suma, la política económica neoliberal, tan apta para acomodarse en la globalización, tenía que ser enunciada y bien recibida. Sólo los representantes de Bombardier bombardearon ligeramente al Presidente por no mantener el resultado de la licitación para la fabricación de vagones del Metro, resultado que favorecía a esa empresa y que fue impugnado por otras postulantes; pero aseguró que la corrupción, en este caso, estuvo ausente (tan ocupada andaría en otros menesteres).
Si en algún nivel de la sociedad francesa tuvo problemas el presidente Zedillo, fue sólo en el nivel de las organizaciones no gubernamentales (ONG) que defienden los derechos humanos. Pero, para empezar, ninguno de los representantes de esas organismos, ni siquiera en su conjunto, tiene el nivel jerárquico del Presidente: ni los observadores expulsados, ni Pierre Sané, secretario general de Amnistía Internacional a quien no tenía por qué recibir en su reciente visita, ni el representante oficial de Sané, cuyo nivel era todavía inferior. No obstante, y en un gesto de coraje que lo honra, según altos opinantes, aceptó la reunión de Marigny con las ONG.
Sabido es que las clases de bajo nivel, como las que protestaron públicamente ante Zedillo en el Louvre, son propensas a la fantasía y a la interpretación grosera de la realidad, cosa sobre la que ya advertía Montesquieu. Así, los invitados de las ONG, que por origen o simple decisión propia toman partido por esas clases para defenderlas, abordaron sin muchos trámites el tema de la violación de los derechos humanos en México, violaciones que, según su decir, son superiores a las de muchas dictaduras reconocidas. Denunciaron los atropellos a los derechos humanos (incluido el derecho a la vida) de muchos periodistas y otros trabajadores de los medios de comunicación, sacerdotes, militantes y campesinos. Robert Menard, de Reporteros sin Fronteras, advirtió que la Federación Interamericana de Derechos Humanos y otros foros, en vista de que nuestro país no cumple con sus promesas de avanzar en el respeto a los derechos humanos, sino al contrario, bloquearán las negociaciones para la asociación de México con la UE. Esto era demasiado: era apuntar al corazón de la gira.
Intervino entonces el propio presidente Zedillo. En México, dijo, hay fallas en la procuración e impartición de justicia, pero rechazó que la situación de las garantías individuales en el país sea la peor de América Latina (esto consuela, sin duda, pero el consuelo sería mayor si hubiera hecho algunas precisiones). Tenemos nuevas leyes, nuevos organismos que de ellas derivan y estamos avanzando. En suma, conocedor de sus propios derechos, no dijo nada que pudiera ser usado en su contra.
Hasta donde sé, no se habló de los derechos humanos laborales, de violación masiva y creciente precisamente a causa de esa política neoliberal que fue a defenderse a Europa. El hambre mata masiva pero silenciosamente, sin espectaculares primeras planas, ciudades desnudas o chillidos radiofónicos. Esos derechos no son de reciente y lucidora elaboración: están en la Constitución desde 1917. Son el derecho a la vida y al trabajo digno y socialmente útil; y la política económica, en vez de promover la creación de empleos, los destruye inmisericordemente; en cuanto a la organización social para el trabajo, también constitucionalmente ordenada, ha parado en un rígido corporativismo. Ciertamente, como lo dijo Zedillo en la Asamblea Nacional, ha impuesto en el país una ``economía de mercado con rostro y corazón humanos'': tiene el rostro macilento de los enfermos por desnutrición, y el corazón de piedra.