La Jornada 11 de octubre de 1997

EL ARMA DEL DESARME

El Premio Nobel de la Paz de 1997 reconoce merecidamente la lucha mundial por la abolición de las minas terrestres y pone por encima de las cínicas e inhumanas prioridades de la seguridad militar y de la industria bélica las consideraciones humanitarias.

Los más de 100 millones de minas que, incluso desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, esperan a sus víctimas en todos los continentes, salvo Oceanía, causan anualmente unas 26 mil muertes o mutilaciones graves. Dado que plantar una mina antipersonal cuesta solamente cinco dólares, pero retirarla puede exigir entre 500 y mil, o incluso más, por la desaparición a veces de los planos que las registraban, las potencias que pusieron las minas las han abandonado de modo tal que siguen segando vidas y mutilando a personas mucho tiempo después de que se firmaron los acuerdos de pacificación en las regiones que fueron zona de combate y, en las treguas o en plena paz, prolongan así la más cruel de las guerras: la que se libra contra las poblaciones civiles, los nómadas, campesinos, ancianos pastores, niños y niñas que van a buscar agua o leña. Es de esperar, por lo tanto, que el Premio Nobel a Jody Williams y a la Campaña Internacional para la Prohibición de Minas Antipersonales ayude a los países que desde hace años exigen la destrucción de esas armas y la indemnización a las víctimas de las mismas, así como el resarcimiento de los daños de todo tipo que provoca su ominosa presencia en vastas zonas de sus territorios.

Es previsible y deseable también que el peso moral del premio estimule en América la aplicación del acuerdo contra las minas que aún infestan tanto a Centroamérica (El Salvador, Nicaragua, la frontera entre ésta y Honduras) como a la zona andina (la frontera chileno-boliviana, la peruano-ecuatoriana).

Sin embargo, la batalla por la abolición de esta arma oculta, feroz y traicionera no ha sido ganada aún porque, aun cuando decenas de países han prohibido su fabricación y exportación y Rusia, uno de los grandes productores mundiales de armamentos y de minas unipersonales, acaba de declarar que aceptará eliminarlas, China, otro gran productor, mantiene su silencio y no ha firmado el acuerdo internacional para erradicarlas y, sobre todo, Washington declara que, por razones de seguridad nacional, no puede abolirlas.

Es evidente que, por ser impensable que los ejércitos de México o de Canadá quieran o puedan violar la frontera de Estados Unidos, la Casa Blanca y el Departamento de Estado no piensan tanto en la seguridad militar de su territorio, sino en los intereses que el presidente y general Dwight Eisenhower llamaba el stablishment militar-industrial, muy influyente en las finanzas y en la política de su país.

La industria armamentista, en efecto, no es sólo una enorme fuente de ingresos y de trabajo, sino también una exportadora de tecnología y de ideas, de dominación política y estratégica. Considerada desde ese punto de vista, la secuela de muertes y mutilaciones y los desastres masivos que provocan las minas en regiones enteras son vistos fríamente por los responsables políticos estadunidenses como simples incidentes menores e inevitables, casi como los accidentes automovilísticos o de trabajo.

Persiste aún, por lo tanto, una batalla ética y política en pro de la solidaridad internacional, de una visión no racista ni chovinista de la humanidad y del humanitarismo, en la que todos los seres humanos tengan las mismas garantías; se lucha todavía por afirmar que una sola vida humana vale más que todo el enorme lucro de las empresas productoras de muerte, por grandes que sean.

México, que tiene una honrosa posición principista y humanitaria en el campo internacional, tiene entonces una responsabilidad en la escena de la diplomacia mundial y, en particular, ante su principal asociado político y económico continental, de cuya política armamentista este Premio Nobel es una condena implícita.