EL TONTO DEL PUEBLO Ť Jaime Avilés
Las crisis que vienen
Nueva tensión en Chiapas. La crónica de Hermann Bellinghausen, que publicó ayer La Jornada, amplía nuestro conocimiento de la estrategia presidencial de esta semana. Mientras el doctor Zedillo protagonizaba en París un desplante en contra de Amnistía Internacional que le traerá prontos y nuevos dolores de cabeza, en Chiapas el Ejército Mexicano estrechó aún más las pinzas, no digamos en contra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, sino de cualquier posibilidad de reconstruir algo que al menos parezca un diálogo civilizado.
Las tropas gubernamentales han instalado una nueva fortificación militar a cinco kilómetros de La Realidad. ¿Qué significa esa decisión en términos operativos? Que la comandancia general del EZLN ya no podrá acercarse a La Realidad para entrevistarse con ningún mensajero del Congreso de la Unión que estuviese interesado en llevar alguna propuesta acerca del diálogo. En ese sentido, el Ejército le ha puesto un cerco al Poder Legislativo. Y eso es un desafío al espíritu de la República.
En segundo lugar, el nuevo campamento amenaza con lanzar a la administración de Zedillo hacia una crisis internacional de proporciones no calculadas, porque en toda la selva Lacandona La Realidad es el punto que concentra el mayor número de observadores extranjeros -europeos principalmente-, y bastaría con que sólo uno de ellos fuese herido en el transcurso de una acción violenta para que se desencadenaran las protestas de la prensa, los partidos y las instituciones de aquellos países del continente europeo con los cuales Zedillo desea establecer un acuerdo de libre comercio. Por ello, la operación es un golpe contra la política exterior del Presidente.
En tercer lugar, los incidentes relatados por Bellinghausen en su crónica ilustran acerca de cuan peligrosas pueden llegar a ser, para la frágil situación política de Chiapas, las fricciones que los arquitectos del nuevo campamento militar parecen estar deliberadamente provocando. Y quizá no descartan que los efectos de esa calculada medida pudiesen combinarse con los hipotéticos, pero no imposibles, conflictos que entrañan las inminentes elecciones en Tabasco y Veracruz, donde el sindicato de gobernadores salinistas del sureste -con la complicidad de Julio César Ruiz Ferro, en Chiapas; la batuta de Roberto Madrazo, en Villahermosa; la aquiescencia de Patricio Chirinos, en Jalapa; la mirada atenta de Manuel Bartlett, en Puebla, y la expectación de Carlos Salinas, en Dublín- concentra sus ingenios en hacer algo que se llama política contra la ausencia de actividades de esta índole que se observa tanto en Bucareli como en Los Pinos.
En ese sentido, el nuevo campamento militar a cinco kilómetros de La Realidad es una amenaza contra el país entero.
Espejos de sangre. El viernes 7 de enero de 1994, hacia las 10 de la mañana, una columna militar formada por jeeps y tanquetas entró en el ejido Morelia, a ocho kilómetros de la cabecera municipal de Altamirano. En pocos minutos, los soldados sacaron de sus casas a todos los hombres de la comunidad y los concentraron en la cancha deportiva: una pequeña explanada de cemento que sirve también como secadero de café.
Los indígenas tzeltales fueron colocados bocabajo contra el suelo, y durante tres horas recibieron insultos, puntapiés y culatazos. Cuando finalizó el suplicio, ocho jóvenes fueron subidos a un helicóptero que los trasladó a la cárcel de Cerro Hueco, en Tuxtla Gutiérrez, donde permanecieron presos unos 40 días.
A tres adultos más, entre ellos dos ancianos, se los llevaron en un vehículo terrestre y nadie volvió a saber de ellos hasta que, seis semanas más tarde, un niño indígena los encontró descuartizados a la orilla de un riachuelo. El caso, de inmediato, adquirió resonancia internacional. Las organizaciones no gubernamentales contrataron los servicios del eminente forense Clide Snow, experto en desastres aéreos, para que reconstruyera los esqueletos. Y el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, llamado entonces Jorge Madrazo Cuéllar, expidió las recomendaciones necesarias para que fueran castigados los culpables. Cosa que no ha sucedido.
Tres años, ocho meses y un día después, el 8 de septiembre de 1997, un contingente de la policía militarizada del Distrito Federal, en el célebre operativo de la colonia Buenos Aires, captura, vivos, a seis delincuentes. A los pocos días, los cuerpos de tres de ellos aparecen en un baldío de la delegación Tláhuac. Y seis semanas más tarde, como si todo respondiera a un libreto macabro, alguien descubre los supuestos despojos de los tres restantes, descuartizados en el Ajusco.
En ambos episodios, en Chiapas y en la ciudad de México, las autoridades aducen que los cadáveres fueron ``presas de la fauna local'', y la única diferencia consiste en que mientras los generales entregan a 17 efectivos policiacos -no militares- a la justicia civil, siguen encubriendo a las tropas y oficiales responsables de la masacre en el ejido Morelia.
Ahora, y a la vista de los continuos abusos cometidos por el Ejército, las poli- cías y la justicia entre el 7 de enero de 94 y el 8 de septiembre de 97 -la matanza de Aguas Blancas; los casos del general Gallardo y La Quina, injustamente presos; la sistemática represión contra los indios en Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Veracruz, las Huastecas y Chihuahua; el asedio a los periodistas; los despojos que sufren los deudores de la banca, etcétera-, las organizaciones no gubernamentales de Francia, y por encima de ellas Amnistía Internacional, pero también el comité especializado de Naciones Unidas en Ginebra y no pocos personajes notables en nuestro país, coinciden en que México está en riesgo de precipitarse en ``una crisis general de derechos humanos''. Y nadie, dentro del régimen, quiere ni parece darse cuenta.
Metáfora de las turbinas. Que el avión del doctor Zedillo no hubiese cargado el combustible necesario para llegar a París, es una señal inquietante. Sin embargo, dice el tonto del pueblo, las excusas técnicas que se han ofrecido al respecto -``demasiado viento en contra''- no sólo son fácilmente rebatibles, sino que forjan una metáfora de las dificultades que rodean a la casa presidencial.
Zedillo, por lo demás, tuvo que haber vivido en esos instantes dramáticos una disyuntiva casi espartana, porque en la ruta trasatlántica de América a Europa, antes de Londres, lo que primero quedaba a la mano del piloto era el aeropuerto de Dublín. Pero, ¿cómo aterrizar en Dublín sin dar lugar a los más terribles chismes? Con todo, el incidente no sería sino el principio de una sucesión de momentos amargos: primero en la residencia de Marigny, ante los defensores de derechos humanos, y después en la Asamblea Nacional, donde el presidente de ese organismo, Laurent Fabius, exhortó a su visitante a reanudar el diálogo en Chiapas, un gesto que sólo puede ser interpretado como espaldarazo al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pero también como una bofetada a quienes en México, y desde el poder, lo combaten sin razón y sin argumentos.
¿A quién debe la opinión pública achacar la culpa de semejantes tropiezos? ¿Al embajador de México en Francia que, en efecto, vive en las nubes? ¿Al secretario de Relaciones Exteriores, que debía supervisar la agenda de Zedillo? ¿O al secretario de Gobernación, responsable de la política interna, bajo cuya férula están los graves problemas que las ONG y Laurent Fabius le echaron en cara al presidente mexicano?
Chuayffet en París desde México. ¿Quién aconsejó, y convenció al doctor Zedillo de que lo mejor para el ``gobierno'' era tomarle el pelo con el cuento del diálogo, tanto al EZLN como a la opinión pública nacional e internacional, para después salirnos a todos con que los acuerdos de San Andrés eran un simple ``documento de referencia'' y no un compromiso? ¿Quién llevó a Mireille Roccatti a la presidencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, para que actuara como una auténtica tapadera de quienes perpetran los peores abusos contra los más débiles y más indefensos, al grado de que cuando la señora Roccatti dijo que quería ``atraer'' a su competencia el caso de los descuartizados de la Buenos Aires, otras voces saltaron alarmadas para decirle ``¡Noooo, por favor! No se moleste, madame, no es necesario''?
¿Quién ha perdido la confianza de los partidos políticos que integran la nueva mayoría legislativa en el Congreso, al tratar de precipitar una crisis constitucional para desvirtuar los resultados del 6 de julio? ¿Quién está en el vértice del gabinete, inmediatamente debajo de Zedillo, pero no sólo no consigue reanudar los diálogos muertos sino que tampoco garantiza siquiera que el avión presidencial vuele con el suficiente combustible?
Deseos satisfechos. La semana pasada, dos periodistas guerrerenses hablaron con el tonto del pueblo para contarle una muy divertida anécdota. En Acapulco, le dijeron, los burócratas de la oficina municipal que se encarga de atender las emergencias estaban muy desanimados porque sus bolsillos y cuentas bancarias mostraban los niveles más bajos de los últimos años. ¿La causa? Que hacía mucho tiempo no pasaba nada grave en el puerto y, por lo tanto, no habían recibido fondos extraordinarios para ayudar a la población en situaciones de peligro.
Tanta era su pobreza que, hace algunas semanas, cuando una marejada se llevó unas cuantas palapas de la playa de Pie de la Cuesta, esos funcionarios exageraron las cosas a tal punto que lograron activar el Plan DN-III. En consecuencia, el Ejército Mexicano los abasteció con una montaña de víveres y mantas, pero las provisiones fueron tan copiosas que durante muchos días hubo peregrinajes de las aldeas y de los pueblos aledaños para recoger las despensas sobrantes que nadie reclamaba.
En esos funcionarios y en esos periodistas he estado pensando, desde el jueves por la noche, al ver los estragos, las calles destruidas de Acapulco, los muertos flotando en la corriente, los edificios destripados, los autos hundidos en el fango. Y vuelve el tonto del pueblo sobre lo mismo: ¿por qué la Secretaría de Gobernación no actuó antes que Paulina? ¿Por qué no se puso en marcha un plan de evacuación que hubiera podido salvar muchas vidas humanas? ¿Por qué los acapulqueños insisten en que nadie les contestó el teléfono cuando pidieron la ayuda del Ejército? ¿Por qué el gobierno reaccionó tantas horas después del desastre? ¿Por qué fue el secretario de la Defensa, Enrique Cervantes Aguirre, el que llegó a Acapulco con la ``representación personal'' del Presidente?
Una receta insoslayable. Si las elecciones en Tabasco y Veracruz resultan ser una nueva demostración de prepotencia de los gobernadores caciques del sureste -se dice en el PRD pero también en el PAN-, la nueva mayoría legislativa del Congreso se endurecerá, automáticamente, durante la discusión del presupuesto federal para 1998.
Zedillo, los hechos lo demuestran, no puede continuar de espaldas a la nueva realidad política del país, cruzado de brazos, protegiendo un gabinete que no lo protege, empecinado en mantener estrategias que lo debilitan y dejando al azar la endeble transición que a veces vivimos, y que desde el 6 de julio, porque la realidad así lo impuso, es la más alta prioridad de su encargo. Lo que urge es una restructuración general, pero ya, dice el tonto del pueblo, y no debemos esperar a que los tiburones de la bolsa vengan a tronarnos los dedos.