El embajador del Vaticano anda en malos pasos. Un día acusa de corrupción a las autoridades civiles y militares que intervienen en la lucha contra el narcotráfico, y al siguiente se entromete en asuntos de política interna al instar a empresarios regiomontanos a luchar contra el sistema educativo del Estado, por su naturaleza inmoral y su carácter totalitario.
Para colmo, pone en entredicho su propia veracidad cuando pretende esconder la mano que lanzó las piedras y recurre a burdos retorcimientos de la gramática y de la lógica para señalar como culpables de sus tropezones a los periodistas que informaron sobre sus declaraciones. Pero éstas aparecieron fielmente transcritas y su sentido ofensivo e injerencista está fuera de toda duda.
El artículo 130 de la Constitución, hasta el 28 de enero de 1992, establecía expresamente que ``la ley no reconoce personalidad alguna a las agrupaciones religiosas denominadas iglesias''. En congruencia con este principio fundamental, de hondas raíces históricas, México no tenía relaciones oficiales con el Vaticano, pero el gobierno federal admitía la presencia de un representante oficioso de la Santa Sede: el llamado nuncio apostólico. Su comportamiento se regía por normas no escritas, es decir, prácticas dictadas por la mutua conveniencia.
Las reformas al mencionado artículo 130 determinaron que la personalidad jurídica de las iglesias fuese reconocida ``una vez que obtengan su correspondiente registro''. Quedó allanado el camino para que, como una decisión formalmente de política exterior, pero con un innegable trasfondo de política interna, el gobierno mexicano estableciera relaciones diplomáticas con el Vaticano. Así se hizo y ambos Estados designaron a sus respectivos embajadores, quienes quedaron sujetos a las convenciones internacionales que rigen en esta materia.
Bajo el régimen anterior, el nuncio apostólico procuraba observar un comportamiento discreto, por la precariedad de su carácter de representante oficioso, que no le permitía exhibirse públicamente en actos que pudieran incomodar al gobierno mexicano ni extralimitarse en protagonismos declarativos.
Al parecer, el nuevo estatuto diplomático fue el detonador de actitudes abiertamente injerencistas, que son tan injustificadas e inadmisibles como lo fueron antes. A quien le correspondió esa transfiguración, pues tuvo sucesivamente la representación oficiosa y la oficial, fue a Girolamo Prigione, cuya actuación fue subrayadamente funesta en la segunda etapa.
Cuando el nuncio no era embajador y su permanencia en el país dependía política y jurídicamente de la voluntad unilateral del gobierno mexicano, habría bastado la sutil notificación de la inminente expiración de su visa y recordarle las prohibiciones y restricciones a que está sujeto todo extranjero, así como el carácter discrecional de la aplicación del artículo 33 constitucional.
Una vez asumidas las prerrogativas diplomáticas, tales dispositivos no podrían surtir efectos respecto de nuncios boquiflojos, pues se requiere de otras vías para hacer saber al Estado que lo acreditó (en este caso, el Vaticano) que su embajador ha incurrido en actos que lo convierten en persona non grata, a fin de que proceda a retirarlo. Un caso muy reciente es el del embajador canadiense que produjo declaraciones ofensivas, precisamente en materia de corrupción de funcionarios públicos.
Apenas una horas después de presentar sus cartas credenciales, don Justo ya empezaba a cometer precoces pifias, que comenté en estas mismas páginas (20-VIII-97). Hice notar que, lejos de autorizarlo a entrometerse en asuntos reservados a los ciudadanos de este país, su condición de embajador es una limitante adicional. Precisé: ``Saldría sobrando que se le imputasen transgresiones cometidas en ejercicio de un ministerio religioso, pues esta circunstancia implica limitaciones de menor significación que las inherentes a su indeclinable obligación, por virtud de la representación diplomática que ostenta, de observar respeto irrestricto a la soberanía de nuestro país y a los principios de autodeterminación y no intervención en los asuntos que conciernen exclusivamente a los mexicanos''.
No me equivoqué. La Jornada informó en su edición de ayer que, según fuentes de la Secretaría de Gobernación, ``debe ser la Secretaría de Relaciones Exteriores la que tome cualquier determinación al respecto''.