Es cierto. Ciertísimo. Vivimos una situación de absoluta inseguridad. La sociedad de este inmortal DF cuenta como situaciones de excepción que ha conocido a alguien a quien no lo han asaltado aún. Se juegan apuestas acerca del número de asaltos sufridos por cada quien, quizá con la muy competida intención de entrar al libro de Guiness.
Uno de los efectos naturales de este pánico social es la formación de barreras feudales en aquellos barrios en que los vecinos, organizados, pueden darse el lujo de contratar servicios de seguridad, vigilancia día y noche, perros especializados y cuanto invento se inventa ahora para esos fines.
No faltan, por supuesto, los carros blindados, las patrullas públicas o privadas de acompañamiento, el abandono de las tarjetas de crédito ante el riesgo del viaje involuntario al cajero autómatico y, si es posible, de doble vuelta para aprovechar el último momento de la noche y la primera hora del día siguiente. Por supuesto que entre esas precauciones se ha puesto de moda la de no tomar un taxi verde por la noche, lo que ha debido hacer crecer, sin duda, la venta de servicios de los radio-taxis, por ahora sustancialmente confiables.
Algunas oficinas se han visto precisadas a montar unas horribles rejas antes o después de las puertas de acceso, con circuito cerrado de televisión y señales electrónicas que ofrecen la certeza del conocimiento del sujeto o sujetos entrantes. Y hoy nadie daría un peso por el comerciante que no meta a la cárcel sus escaparates o la miscelánea que no esté convertida en una fortaleza inexpugnable.
Abundan los negocios que avisan que no reciben efectivo sino cheques, y no son escasos los transportes que van acompañados de dos anuncios interesantes: el conductor no puede abrir la caja fuerte del camión, y se ha instalado un mecanismo diabólico que permite localizar a esta unidad vía satélite, así que ``abusados con el robo''.
Casi el paraíso, como decía el inolvidable Luis Spota. Salir a la calle es una aventura, y casi casi hay que dejar constancias de última voluntad ante la necesidad de atender una invitación de noche. Los automóviles, además de alarmas, se traban con barras de seguridad, y las partes fácilmente desprendibles sufren también su particular enrejado que protege faros, defensas, tapones y cuanto artefacto pueda ser retirado con la mano maestra de algunos de los habitantes incómodos del DF.
Los operativos (¿quién habrá inventado la palabreja, que suena a lenguaje militar?) son vistos con ciertas reservas por quienes entienden que dejan a un lado las garantías individuales y maltrechos los derechos humanos, pero no faltan los que en el fondo los aplauden, cualquiera que sea el precio en presos sin órdenes de aprehensión o, si se ofrece, que sí se ofrece, muertos y heridos en el camino. Se habla de la pena de muerte y de la otra, la de mutilación de manos de los ladrones.
Los empresarios se asocian para, entre todos, organizar mejor su defensa. Gastan alegremente lo que sea necesario y organizan clubes de amigos de la seguridad pública, obviamente poniendo en el banquillo de los acusados a civiles y militares obligados a defendernos frente al hampa.
La sociedad se organiza con todos los medios a su alcance. Y yo me pregunto: ¿por qué no intentar dar empleo, mejorar salarios, invertir en el cuidado de los niños de la calle, ejercer, de alguna manera el principio de solidaridad, no el político, sino el otro, el de verdad, el que ha hecho de México, en otros tiempos, un país sin igual?
A lo mejor de esa manera evitamos calificaciones reprobatorias del primer Nuncio que ande por ahí.