La Jornada 12 de octubre de 1997

LA NECESARIA PREVISION

La magnitud de los daños y de las tragedias causados por el huracán Paulina se deben a la conjunción de los efectos de las fuerzas ciegas de la naturaleza y la ceguera de las autoridades e instituciones encargadas de la previsión de los desastres y, en forma más general, de la planificación del territorio, de la economía rural, particularmente en las sensibles zonas costeras y de montaña, o de la urbanización en las zonas marginales.

También ocurren desastres naturales en los países industrializados como Estados Unidos, Japón o Italia, pero allí los daños son esencialmente materiales, cobran muy pocas víctimas humanas y no desquician durante años la vida cotidiana y la producción en las zonas que golpean. Incluso en países pobres y en graves crisis, como Cuba, fenómenos meteorológicos como Paulina no se convierten en tragedias nacionales, porque es posible prevenir, evacuar a tiempo a las personas en peligro y adoptar medidas oportunas de auxilio.

En cambio, al terremoto económico y social que durante años ha estado destruyendo el mundo rural mexicano, a las consecuencias materiales y culturales de la miseria creciente --la construcción de viviendas en terrenos de alto riesgo, la fragilización de los suelos en laderas abruptas por la deforestación, las edificaciones abusivas y sin plan, los basureros-- se ha agregado en este caso la total indiferencia e impreparación, o el fatalismo, ante las posibles consecuencias de catástrofes naturales frecuentes en el sur y sureste, y particularmente en Oaxaca y Guerrero, como los huracanes, los sismos o los aluviones. De este modo, si antes Cancún había sido duramente afectada por el huracán Gilberto, ahora Huatulco, Puerto Angel y el mismo Acapulco, principal puerto y joya del turismo mexicano, han sufrido la misma suerte que las comunidades campesinas e indígenas de esos estados que, además, han visto destruidas no sólo sus viviendas, sino sus cultivos, su única forma de subsistencia.

El Presidente de la República previene ahora, justamente, contra el sectarismo, el clientelismo, la politización de la ayuda y advierte además que no se permitirá reconstruir en las mismas zonas de Acapulco donde instalar una vivienda equivale a jugar a la ruleta rusa. Habría que hacer un balance de por qué se obligó a los más pobres a vivir en zonas riesgosas a costa de la seguridad propia y de la ciudad y, después, se toleró, a cambio de su voto, que allí permanecieran. O sobre por qué ha habido un deterioro tal en la economía de las comunidades indígenas y de las regiones rurales. Pero, sobre todo, la aplicación de las ideas presidenciales exigiría hacer participar a las víctimas del desastre en la reconstrucción para remediar los errores, dar prioridad económica y política a los más pobres --y no a los hoteleros o terratenientes-- en la recuperación de sus casas, en la reconstrucción de sus modos de vida y de sus fuentes de trabajo, como en el caso de los cafetaleros, tratar con respeto la ecología de las regiones tropicales y montañosas, urbanizar racionalmente, planificar el uso del territorio, las políticas de población de modo sustentable y con vistas al futuro, pero, particularmente, tener un plan prioritario de desarrollo para las zonas rurales, las comunidades indígenas y los sectores marginales.

Cabe cuestionarse, ante la magnitud de las pérdidas humanas y materiales producidas por el impacto del huracán Paulina, si las instancias de protección civil y prevención de desastres se encuentran realmente capacitadas para asumir sus responsabilidades o si, como se evidenció en Guerrero y Oaxaca en estos días, las instituciones en esta materia no son sino una entidad meramente burocrática e incapaz de hacer frente de manera oportuna y eficiente a contingencias en las que están en juego la vida y el patrimonio de la población.

Los muertos, que pudieron haberse salvado, y los damnificados que carecen de agua, luz, alimentos, medicamentos, auxilios elementales y orientación sobre qué hacer, motivan hoy un solo clamor --que debe ser escuchado y atendido por las autoridades--semejante al que se alzó después del terremoto de 1985: que nunca más un cataclismo, por inevitable que pueda ser, tome impreparados y sin respuestas a sus víctimas y a quienes deberían organizar la protección civil.