El Presidente de la República encaró en Francia un ataque de las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Robert Ménard, director de Reporteros sin Fronteras, declaró: ``Lucharemos para que la Unión Europea no acepte firmar los acuerdos económicos con México mientras prevalezcan las irregularidades en la defensa de las garantías individuales''. Un impresionante grupo de activistas representantes de importantes organizaciones no gubernamentales orientadas todas a la defensa de los derechos democráticos y de los derechos fundamentales del hombre, criticaron duramente a México de modo insólito. No sólo por su agresividad sino por lo específico e ``impertinente'' de sus demandas. Unos denunciaron el enorme abismo entre el discurso oficial y los hechos del gobierno mexicano. Otros indicaron que la tortura es un hecho frecuente en México. Unos más exigieron mayor control sobre las Policías. Se habló de los periodistas muertos en los últimos años. Todos exigieron que la Comisión Nacional de Derechos Humanos fuera reforzada en sus atribuciones.
Lo notable es que Zedillo es el menos autoritario de los presidentes mexicanos de nuestra historia contemporánea. Salinas de Gortari visitó Francia en 1989, después de haber autorizado fraudes electorales, y fue bien recibido por las autoridades y los medios. Las cosas han cambiado radicalmente. Lo que parece es que el régimen mexicano está profundamente desprestigiado. Los cambios institucionales que parecen acelerarse a los ojos de los mexicanos resultan exasperantemente lentos e incompletos si se ven desde afuera. México y su gobierno viven una incompatibilidad entre el espíritu democrático, participativo y contestatario predominante en las democracias occidentales y su propia realidad todavía plena de rasgos arcaicos. A esa luz resultan tragicómicos los esfuerzos de los tecnócratas gobernantes que intentan empujar a México, a como dé lugar y lo quiera o no la nación, al primer mundo, pero que no han sido capaces todavía de pagar el precio de entrada: una democratización integral de la sociedad y del gobierno.
El sistema mexicano vivió en un relativo aislamiento hasta la década de los años 70. En esos años, pero sobre todo en las siguientes dos décadas, el mundo empezó a dar muestras de una interdependencia cada vez mayor. Los regímenes autoritarios que se habían construido en las décadas anteriores empezaron a perder sus prestigios y se reinició un recambio muy llamativo. En España, a la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 se cumple una transición relativamente breve, que concluye en 1977 en una nueva Constitución democrática. Las dictaduras europeas de Grecia y Portugal desaparecen. En los años 80 se desmontan todas las dictaduras militares latinoamericanas y se establecen sistemas democráticos en todo el continente. México, a pesar del presidencialismo, tenía más rasgos democráticos que otro país de América Latina, pero a partir de 1989 quedó rezagado. El régimen comunista soviético y su inmenso edificio se colapsó. Todos los países que estaban en su órbita hicieron una transición tan breve y tan fluída que se le llamó ``de terciopelo''. Una decena de países se convirtió de regímenes totalitarios en democráticos a la occidental.
México desde principios de los años 90 ha aceptado como parte de la ``hegemonía cultural'' la idea de la globalización. Por eso resulta chocante que nuestro país no haya podido acompañar a todas las naciones de la región y del mundo en este movimiento. La ``liberalización'' de Salinas concluyó en un intento de restauración del viejo sistema reajustado para que siguiera operando.
Ernesto Zedillo y sus colaboradores han impulsado una reforma mucho más profunda. México ha vivido la experiencia en estos últimos tres años de elecciones federales y locales legales, justas y creíbles. Pero las transformaciones siguen un ritmo lentísimo. Hasta hoy no se ha propuesto ni desde la oposición ni desde el PRI ni desde la Presidencia de la República un proyecto integral de la reforma del Estado que deje atrás la cuestión política y nos permita concentrar nuestras energías en resolver el problema de la recuperación económica.
Zedillo tiene razón cuando contesta con aspereza a las ONG que México no tiene la peor situación respecto de los derechos humanos, y que no hay una tendencia al deterioro sino a la reorganización de la defensa de los derechos políticos y humanos. Pero las ONG y la sociedad occidental industrial capitalista tienen razón al exigirle a México que acelere el paso. No sólo para que nos permitan entrar en su club exclusivo como queremos (o por lo menos como quiere la elite en el poder), sino para que nos sirvamos de la democracia para el final al que está llamada: para redistribuir el ingreso y garantizar la estabilidad política, la paz y el crecimiento económico.