Cada vez que la naturaleza se desborda o irrumpe con una furia que se antoja perversa, dimensionamos cabalmente lo que somos ante ella y lo que ella significa para nosotros.
Los terremotos, cada vez más frecuentes y destructivos; las erupciones volcánicas, que curiosamente han hecho acto de presencia en muchos lugares al mismo tiempo; los recientes sismos en Italia, que han causado daños irreparables a su patrimonio cultural; los ciclones y huracanes, como el que ha herido tan duramente a Oaxaca y a Guerrero, expresan claramente lo poco que podemos hacer ante la furia de la naturaleza.
Tan avanzados como estamos en la ciencia, tan presuntuosos de la tecnoloía de punta, son los fenómenos naturales los que nos obligan a preguntarnos si ese avance del que presumimos es real, o si es una forma de esconder el más dramático de los retrocesos.
La deforestación, la contaminación del aire, ríos, mares y selvas, el absurdo consumo de energéticos, ¿tendrán algo que ver? Y eso es producto de los hombres y del modelo de desarrollo que se basa en consumir, en depredar.
El sobrecalentamiento del planeta, el saqueo de los mantos acuíferos, la proliferación de asentamientos humanos, ¿tendrán algo que ver? Y eso también es producto de los hombres y de la falta de comprensión de dos hechos fundamentales: que hay un límite para crecer, y que la ruptura del equilibrio ecológico puede llevarnos al exterminio, ya no como civilización, sino como especie.
La ausencia de una planeación urbana adecuada al ecosistema; las obras públicas deficientes, con responsabilidad pública diluida; la ineficacia de sistemas de prevención de desastres, protección civil y organizaciones ciudadanas, ¿tendrán algo que ver?
Es posible que la violencia de la naturaleza sea la única manera que tiene de reaccionar frente a las agresiones que le infringimos con nuestros actos, siempre desproporcionados y que son motivados por un inmediatismo irresponsable que habla del extravío del concepto tiempo.
El tener, el ser más, la inconformidad como principio, son los fundamentos de un sistema de vida que cada vez expresa con más nitidez sus límites a través de todo tipo de desequilibrios: sociales, económicos, entre razas, países, e ideologías, y muy señaladamente en los desequilibrios ecológicos.
Junto con el cuidado que debemos a nuestra casa, al patrimonio que hemos construido con esfuerzo, tenemos que ver por la otra casa, la de todos, la gran casa que estamos obligados a cuidar y a defender: el planeta Tierra.
El desastre también nos enseña, una vez más, la enorme solidaridad de que somos capaces. Sólo con esa actitud solidaria, la tragedia será superada y la reconstrucción de lo destruido servirá para unir y no para enfrentar.
La sociedad nuevamente da muestra de su vigor, de su reciedumbre y de su clara conciencia de que en sus manos, sólo en sus manos, está su destino. Ojalá seamos capaces de convertir esa actitud en los cimientos de la nueva relación que estamos obligados a construir con nuestro medio ambiente.