La ristra cuelga del travesaño de la ventana. Su trenza rígida y blanquecina sostiene dos últimos ajos, grandes y testiculares, duplicados en el reflejo del vidrio.
Flanquean la ristra, a la derecha los cuchillos, a la izquierda palos, rodillos y cucharas.
La mesa, amplia; cebollas, zanahorias, chiles serranos desparramados. Una tabla de picar y a un lado un frasco sin tapa, pequeño, de boca ancha. Contiene un líquido ambarino, aceitoso, que vibra como si trajera una llama adentro, fuertemente amarilla e incierta, sobrecogida.
Karelia luce alterada. Un cierto temblor la delata, y la dificultad para emitir su voz, como si antes necesitara desatarse varios nudos de la garganta.
Alterada, no necesariamente sintiéndose mal. Más bien una especie de ardua felicidad, una plenitud irreconocible, teñida también con los colores de su contrario, el dolor.
Coge con fuerza el cuchillo filetero, casi lo arranca del clavo. No lo blande como cocinera, sino como asesina. Da la vuelta y trata de articular algo para el Ruso, que la mira sentado sin elegancia en una de las sillas del comedor.
El está a punto de reír. Ella no.
-Me asustaste, idiota -dice Karelia. Sin ver, de espaldas a la mesa, con la zurda desocupada busca una cebolla. la arroja al Ruso, con mala puntería. El no se inmuta ni suelta la risa que parece a punto de.
El Ruso es un transformista nato. Tiene la rara facultad de adoptar la apariencia de otras personas. Le han dicho que ha de ser cosa del diablo, porque controla sus aspectos.
Pero esta vez, con Karelia, lo hizo sin querer. Ella fue la que vio en él a Pedro Largo, uno que desgraciadamente sigue vivo, por fortuna en otro continente, océano de por medio.
-¿Cuándo entraste, Ruso?
-Acabo. Estabas volteada, acomodando tus ingredientes. Preferí no distraerte.
-Idiota -reitera karelia su veredicto.
El Ruso al fin escupe la risa atorada, le sale como un estornudo.
-Perdona -dice. A él no se le hubiera ocurrido parecérsele a Pedro.
-Nunca se me hubiera ocurrido parecérmele -agrega-, ya parece...
Ultimamente ha sentido que Karelia quiere seducirlo. ¿O es cosa de él? Llevan años de conocerse, del barrio. Ella es la viuda de un hombre vivo, él es viudo de una esposa muerta. Siendo más antigua, la herida de Karelia está más fresca. la del Ruso es una cicatriz olvidada.
Ella sabe que a él le ha dado por consolarse con mujeres de paga, gusto frecuente en los viudos, y quisiera tener la ligereza de cascos para hacerse la puta, pero es sólo una grave y esmerada cocinera.
El Ruso la mira con descaro, las piernas abiertas y el pantalón arrugado. De jóvenes se gustaron.
Ella no suelta el cuchillo. Camina hacia él, mejorándose el ánimo. Lo mira intensamente. El pecho se le agita, como si le sobrara aire. ``Los pechos se le agitan'', piensa el Ruso y la contempla.
Karelia experimenta sentimientos encontrados. Un impulso la va ganando: el deseo.
-Ruso -le dice-, ¿qué estás mirando?
-¿Qué crees?
-¿Y con qué derecho?
-Con ninguno.
-¿Te acuerdas que una vez quedamos que tú y yo, nada?
-Pero ya somos viejos. No tenemos derecho a prohibirnos lo poco que nos queda.
-Me lo prohibí desde cuándo y no me quejo.
-No lo dices de palabra, pero orita tus ojos se están quejando -dice el Ruso.
-Idiota -dice ella, recalentando su furia, que disminuía.
-Así te ves bien, con tu cuchillo y las piernas medio abiertas, sin medias.
Por más que se opone en sí, ella va cediendo.
-¿Ah si? -lo reta.
-Tú dices -dice él, y se yergue en la silla, como para incorporarse.
Ella da otro paso. Prácticamente sus rodillas tocan las del Ruso. Está a punto de rendirse, y en un movimiento sin regreso se deja ir adelante, sobre el Ruso, que la espera.
Y el cuchillo. Ella no lo suelta, al contrario, lo conserva en el puño endurecido. El gime primero. Luego ella.
Inexplicablemente, la ristra de ajos se desprende del clavo en el travesaño, de un golpe seco. El Ruso ya no puede oír. De momento, parece que ella tampoco. Siente la mano grande de él que se le desliza a la altura de los riñones. Eso la excita. De lo que sigue, ya no se entera.