Al drama producido en Guerrero y Oaxaca por el impacto del huracán Paulina, se suman los golpes de otros fenómenos sociales que, en gran medida, generaron las condiciones que hicieron posibles las terribles pérdidas humanas y materiales que se han registrado en esos y otros estados, la desolación y el desamparo en que se encuentra la población afectada y la incapacidad, negligencia y corrupción con la que, en muchos casos, se han conducido las tareas de protección y asistencia a los miles de damnificados.
En primer lugar figura el modelo económico que, desde hace 15 años, ha pauperizado a la enorme mayoría de la población y privilegiado al gran capital; la especulación financiera se ha ejercido sobre el desarrollo social, ahondado las desigualdades y socavado las oportunidades y las esperanzas de vida digna de incontables familias mexicanas, especialmente en comunidades rurales e indígenas del centro y sur del país. La mayoría de las víctimas y los damnificados del huracán Paulina lo son también, en cierta media, del modelo económico vigente, de la explotación, de los cacicazgos y de la marginación que han sufrido por décadas.
En Acapulco, como en otras ciudades de la costa del Pacífico mexicano, este escenario de aguda pobreza ha dado origen, junto a la falta de opciones de vivienda digna y a una política de expropiaciones que barrió con los asentamientos originales para construir infraestructura hotelera, a la aparición de innumerables colonias irregulares en zonas de alto riesgo, que han sido las más gravemente afectadas por los fenómenos naturales.
Por añadidura, al olvido y la miseria a los que se ha condenado a vastos sectores sociales, hay que agregar, como factor determinante de la magnitud de la tragedia, la ineficacia y negligencia de las instituciones de protección civil que, conociendo con suficiente anticipación la trayectoria y la potencia del meteoro, no alertaron oportunamente a la población y, con ello, la abandonaron a su suerte. Los centenares de muertos habrían salvado la vida si las autoridades federales, estatales y municipales hubieran cumplido satisfactoriamente con sus obligaciones en materia de protección civil y prevención de desastres. De igual forma, el sufrimiento de los miles de damnificados habría sido menor si se hubiera contado con planes de evacuación y de asistencia adecuados para hacer frente a eventualidades como Paulina.
A este cúmulo de desgracias y omisiones hay que añadir las prácticas de rapacidad, corrupción, clientelismo y oportunismo durante el reparto de la ayuda que, solidariamente, la sociedad ha enviado a las poblaciones afectadas. Resulta ofensivo e indignante que aportaciones humanitarias y desinteresadas se conviertan en objeto de lucro para intereses partidistas o para individuos que aprovechan el dolor, el hambre y el desamparo para medrar política o económicamente. Ante estos sucesos, la autoridad debe proceder de forma inmediata para detener estas acciones delictivas e inmorales y castigar a quienes las realizan, ya que, además de que ponen en riesgo la vida de miles de víctimas indefensas, atizan la indignación de los afectados y los colocan, por desesperación, al borde de la violencia.
Pero más allá de la destrucción en las zonas urbanas, para dimensionar el daño provocado por este fenómeno meteorológico --y no minimizar sus alcances y consecuencias-- debe tenerse en cuenta que, en las zonas rurales de la costa y la sierra, se perdieron no sólo las viviendas de sus pobladores, sino sus medios elementales de subsistencia: los campos de cultivo, el ganado y la pesca artesanal de la región se encuentran devastados, y serán necesarios varios años y considerables apoyos económicos para reconstruirlos. Atender esta alarmante circunstancia requerirá de planes y recursos cuantiosos y urgentes que, hasta ahora, no se sabe ni de dónde provendrán ni cómo serán canalizados. Algo similar sucede en el caso de los graves daños a la infraestructura de comunicaciones y transportes de la región.
La respuesta de la sociedad para apoyar a las víctimas de Paulina ha sido ejemplar. Sin embargo, ante la magnitud de la tragedia, ninguna ayuda será suficiente para atender las necesidades de los miles de damnificados, tanto de las áreas urbanas como de las rurales. Por ello, el gobierno federal debe tener en cuenta que ningún apoyo está de sobra, incluso el ofrecido por la comunidad internacional. De igual manera, cabe esperar que, en las tareas de asistencia, las autoridades sean lo suficientemente sensibles para dar prioridad al salvamento de vidas humanas y a la reconstrucción de los medios de vida de las poblaciones, tanto urbanas como rurales, y no solamente a la infraestructura turística.