Ante actos atroces y sucesos terribles, solemos decir que no tienen nombre. O que tienen tantos, que se nos ocurren como en cascada, que es preferible dejarlos así, ``sin nombre''.
No tiene nombre la historia interminable de malévola y descarada manipulación de las necesidades elementales de los más pobres, por ejemplo, de la necesidad de tierra y techo, que desembocó ahora en la mortandad de los cerros acapulqueños. Atribuirla a un partido, señalar a ``los priístas'' como los únicos actores discernibles, y desde luego culpables de la tragedia guerrerense, es por lo menos soslayar unas complejidades históricas y políticas que deberíamos estar tratando de precisar y entender con desesperación, para darle al horror de estos días un mínimo horizonte racional que pudiera iluminar la acción pública futura.
Accíon pública es la que urge desplegar para aliviar el sufrimiento, pero también y simultáneamente, la que debe abrirse paso en el Estado y la conciencia nacional para evitar lo evitable, prevenir lo prevenible y lograr que México se sobreponga a la vergüenza de atestiguar una y otra vez que los damnificados de las fuerzas naturales son, matemáticamente, como lo dijo el secretario Carlos Rojas, también los damnificados de la vida.
Damnificados de una vida social dominada por el salvajismo de las formas más brutales de la acumulación de poder y riqueza que, sin embargo, operan a sus anchas la mayor parte del tiempo. En medio y alrededor de ellas, tiene lugar todavía una buena parte del litigio político y social, el que se da entre caciques y mercaderes de toda laya, pero igualmente el que emana de la movilización que se reclama democrática o liberadora.
El ``se los dije'' que suena y resuena en estos días, va de lo ridículo a lo patético, pero no tiene ni tendrá mayor utilidad social o política. Para tenerla, para elevarse y ser discurso de y para la sociedad, tiene que inscribirse, hoy y en adelante, en la formación de una verdadera cultura de la protección ciudadana, civil, que no puede emerger de la complacencia o la resignación, pero tampoco de ráfagas montoneras que en su furia aplastan cualquier voz, y niegan toda posibilidad de actuar civilizadamente, dentro y mediante instituciones que sostengan lo que hoy evidentemente no tenemos: una real capacidad para actuar unidos en lo fundamental.
México vive una emergencia y una tragedia. Se vive como un país que no puede encarar la adversidad con madurez y vuelve a experimentar la angustia de una vulnerabilidad esencial que sólo adquiere sentido en una historia siempre en punto de fuga. Arreglar lo que sea a última hora, tapar los hoyos y seguir adelante, quién sabe a dónde ni por qué.
Lo que no tiene nombre hay que nombrarlo, pronto pero con datos, investigación, reflexión y deliberación política, del mismo modo como el latrocinio inicuo que ha aflorado debe ser puesto ya, sin demasiadas vueltas y cálculos, en chirona.
No hay campo para la especulación monetaria o política, se dice desde el gobierno, pero ello sólo puede pedirse desde una postura moral cuya eficacia depende de que la intención se demuestre andando, a través de actos concretos, ejemplares y no. Más que nada, esta exigencia de seriedad intelectual y sobriedad política que hace el gobierno, exige la puesta en práctica de una política que paso a paso convenza al país de que el Estado y los grupos dirigentes de la sociedad se hacen cargo, con las dificultades y deficiencias que se quiera, de la carencia material extensa a la vez que severa, inaceptable éticamente y en ebullición acelerada desde el punto de vista político y social, que aqueja no sólo a Oaxaca o Guerrero, a los altos de Acapulco, o los pueblos de Pinotepa, sino al país todo.
Falta tiempo y sobra rabia. Falta solidaridad y sobra avidez. Falta madurez pero sobra protagonismo, aun dentro de la desgracia. Un triángulo mortal si lo proyectamos tan sólo unos cuantos años. Los deudos y los sufrientes podrán pedir y reclamar en viejo código estadólatra, pero la clave de su clamor es moderna y ciudadana, aunque siempre en la frontera del rencor social que en cualquier momento puede volverse también ciclón, inclemente y cruel como el que más. Esta adversidad tiene todavía un uso productivo, y así volverse una oportunidad para cambiar y fortalecerse. Pero el manantial nunca abundante de oportunidades, a pesar de tanta lluvia, está casi seco.