Es imposible enojarse con Paulina. Por ahora tampoco con los muertos ni con los supervivientes de las colonias arrasadas por el poderoso huracán. A menos que algún sagaz y sabio funcionario público acuse a los damnificados por haber construido sus casas en sitios inapropiados, y a los desaparecidos por desoír consejos. Los muertos, por decreto, quedan exentos de culpa.
No critico sin fundamento, no invento, no exagero ni soy amarillista; tan sólo recuerdo. Durante la epidemia de cólera en la ciudad de México, quienes sirven, trabajan y son el gobierno acusaron a los enfermos de falta de educación y de que no se lavaban manos ni limpiaban adecuadamente los alimentos. Nada se comentó acerca de la falta del vital líquido o de la magra urbanización. Es decir, en las muertes por el cólera nada tenía que ver el gobierno: la responsabilidad recaía en el bacilo y en la falta de civilidad de los afectados. Guerrero y Paulina agregan otro capítulo a nuestra rica historia de negligencias, mentiras e irresponsabilidad.
No se trata de ensañarse con el gobierno actual ni de denostar a diestra y siniestra; mucho menos de escribir por el afán de llenar columnas o encontrar culpables a cualquier precio. Sólo se pretende no llevar a cuestas la complicidad infinita del silencio y del mutismo. Hay suficientes elementos, sobre todo de orden humano, para escribir y preguntar. Y no es que el encono de la sociedad o de la letra reviva muertos u ofrezca soluciones verdaderas, no transitorias, a quienes quedaron tras Paulina,, yermos de vida, de esperanza y propiedades. Pero en épocas de embrionaria democracia es obligado inquirir y cuestionar. Y si no hay respuesta crece el compromiso: son muchas las preguntas que aguardan réplica.
Ante la equivocada paternidad del gobierno guerrerense: ``no desalojamos para no alarmar'', ante la advertencia del director general del ISSSTE, de que su institución no estaba preparada para atender el embate del meteoro, ante la ineptitud del Sistema Nacional de Prevención de Desastres, ante la ineficacia de la Unidad de Protección Civil, ante los oídos sordos de quienes resulten responsables por desestimar o no entender los señalamientos de diversos meteorólogos, cito a Iván Restrepo (La Jornada, 11-X): ``...[en 1989] la advertencia sobre el peligro que significaba la ocupación creciente y sin control de las partes altas (el llamado anfiteatro) de Acapulco, fue muy precisa y documentada con fotos sobre las `viviendas' que, con lo que tenían a mano, levantaban las familias pobres... Se ilustraba cómo con las lluvias el lavado de suelos era enorme... El huracán Paulina se encargó, así, de poner al descubierto la tolerancia oficial a cambio del voto de los pobres''.
Es veraz la oración que inicia este escrito: es imposible enojarse con Paulina, e igualmente cierta la factura que me pasó mientras hablaba de sus dolencias un viejo bolero: ``al perro más flaco es al que se le pegan las pulgas''. Los mandatarios de las tierras de Lucio Cabañas deben incorporar en sus discursos las respuestas a las dudas de la sociedad civil: ¿No se desalojó para no alarmar? ¿No sabían éste y los gobiernos guerrerenses previos en dónde vivían los habitantes que, a través de décadas, los han distinguido con el poder y la fama? No hay duda de que la irresponsabilidad y la estupidez no sólo pueden ser infinitas, sino que tienen historia. En México somos expertos en sepultar tragedias y en maquillar verdades dolorosas. Por eso no aprendemos.