Rodolfo F. Peña
Paulina y sus desastres

Un huracán es un fenómeno atmosférico, y sólo los científicos y los especialistas en meteorología poseen los conocimientos suficientes para saber si algún día podrán evitarse, combatirse o controlarse. Lo que sí podemos saber todos es que son medibles en su intensidad y su velocidad de desplazamiento, y también establecer su rumbo con razonable precisión. Cuando se trata de huracanes, esa medición sirve para prevenir muchos daños materiales y salvar muchas vidas, siempre que la información llegue a tiempo y que haya un dispositivo técnico adecuado que permita actuar con la rapidez que se requiere en las operaciones de desalojo y refugio.

Hay evidencias de que Paulina fue un meteoro anunciado con la necesaria anticipación para que se tomaran medidas precautorias en las áreas habitadas de su recorrido previsible. Parece que se avisó a la población amenazada, aunque muchas personas lo niegan. Digamos que, en todo caso, el aviso no tuvo la amplitud que era debida. Pero no se trataba sólo del aviso oficial, que pudo haber sido desatendido hasta por la escasa credibilidad que merecen las autoridades.

¿Se pretendía acaso que la gente pobre, con sólo saber de un meteoro del que incluso pudo pensarse que era una trampa para su desalojo, liara sus pertenencias, cargara con ellas y se fuera en busca de un lugar seguro? Después del aviso faltó lo fundamental, lo que verdaderamente justifica que existan dependencias de protección civil, los sistemas de prevención de desastres. Faltó explicarle pacientemente a la gente el peligro real a que se exponía y convencerla de que se trasladara a albergues de seguridad. Y faltó, desde luego, disponer de esos albergues y dotarlos de alimentos, cocinas, cobijas y medicamentos.

Si los funcionarios públicos encargados de la prevención y la protección actuaron con apatía, desprecio y negligencia, esta es una negligencia culpable y tienen que pagar por ello. Dice el Presidente que no tiene sentido buscar culpables. Allí, in situ, ciertamente lo primero es levantar escombros, rescatar a las víctimas, enterrar a los muertos, alimentar a los damnificados y atender brotes de dolencias como el cólera, el dengue hemorrágico o el paludismo. (A propósito, me parece muy importante que el propio Presidente se haya internado en las zonas de desastre y visto por sí mismo esos espectáculos de destrucción, dolor y muerte; ni el mejor de los videos habría producido en su ánimo el mismo efecto. Decir que ha actuado así no por obligación de mandatario sino porque carece de colaboradores confiables, es decir demasiado). Pero tiene que investigarse y castigarse, y desde ahora es buen tiempo, la responsabilidad de quienes pudieron y debieron hacer menos grave la tragedia.

Siempre será bien recibida la ayuda oficial después de la catástrofe, aunque se dé con el mismo desprecio que envolvió al aviso meteorológico, aunque los alimentos estén en dudoso estado, aunque los damnificados parezcan la corte de los milagros recibiendo limosna. Tales son algunas de las quejas oídas de la gente en la televisión y reportadas por los diarios. Pero se tienen denuncias verbales y noticias creíbles en el sentido de que una gran parte de la ayuda, principalmente la enviada por la sociedad civil (tantas veces conceptualmente ninguneada y tantas veces presente) está siendo extrañamente retenida y aun escamoteada. Que haya chacales con acceso a tal ayuda y decisión sobre su destino final, es para perder toda esperanza. A estos delincuentes tiene sentido buscarlos inmediatamente y castigarlos sin contemplaciones.

Pasará todavía un buen tiempo antes de que las secuelas de muerte y luto del huracán Paulina empiecen a desvanecerse en el olvido. Es tiempo para pensar si una y otra vez vamos a quejarnos lastimeramente por la negligencia y la corrupción, y a limitarnos a una solidaridad de impulsos, necesariamente temporal. Así pasó con el sismo de l985, con las explosiones de San Juanico... Preguntémonos si no es necesario que se revisen las asignaciones presupuestarias a la prevención de desastres y a la protección civil, vigilando de cerca a quienes manejan los recursos; si no es la política económica y no los fenómenos naturales, la que debe acabar con los parias y sus asentamientos sepulcrales. En suma, si no debe respetarse más la vida humana.