Jaime Martínez Veloz
Paulina y El Niño

En la descripción de una tragedia que no debió tener esa magnitud, se va conociendo el enorme desamparo de ser pobre y de no contar con instituciones a la altura ya no digamos de la exigencia de los ciudadanos, sino de la preservación de la vida.

Las cifras se disputan las páginas de los diarios y en el escepticismo de aquellas llamadas oficiales se sospecha la subestimación de los daños y las muertes. Hace unos días, la Cruz Roja reportaba cerca de 2 mil desaparecidos. Datos extraoficiales mencionan más de 500 muertos y más de medio millón de damnificados en los estados de Guerrero y Oaxaca. Los daños materiales a las vías de comunicación, las cosechas, las casas y otros no han sido cabalmente cuantificados. Lo más dañado fue la credibilidad en aquello que tal vez de manera inexacta se denomina Sistema de Protección Civil.

Más allá de las cifras están, de nueva cuenta, los dos Méxicos: el que no termina de nacer y el que se resiste a morir. Por un lado, el México que habla de los saldos y efectos de Paulina como si la furia de una deidad demoniaca se hubiera cebado, incontrolable e imprevisible, sobre Oaxaca y Guerrero. Este es el México del no hay responsables, nunca los hay, sólo situaciones lamentables. Es el país de algunos funcionarios que aseguran que hubo pocos muertos. (¿Cuántos hubieran sido suficientes? ¿Cuál es la cuota de sangre que habrá que pagar para que se den cuenta de que es indispensable revisar el famoso sistema de protección civil? ¿Con qué cara se le dice esto a las personas que perdieron seres queridos, y además todo lo que tenían?)

Por el otro lado, afortunadamente, está el México de la solidaridad; el que no espera y se moviliza y organiza para ayudar a los hermanos en desgracia. Aquel que no se detiene, abre brecha y muestra el camino.

La iniciativa privada también muestra sus dos caras: empresarios que se organizan solidariamente para captar y canalizar ayuda, y comerciantes voraces que suben los precios y medran con el hambre y la desgracia.

Los medios de comunicación tampoco están exentos de esta doble faz. Algunos van en pos del rating facilón. Otros responsablemente buscan la verdad detrás de los sucesos. Encuentran explicaciones y las ofrecen. Las conclusiones están a la vista.

Se habla de que lo sucedido es producto de la anarquía urbana y de las ``fuerzas implacables de la naturaleza'' y que no hay, en ese sentido, responsables. Puede ser. Pero la ``anarquía'' urbana no es tal; tiene una lógica económica en donde las personas de carne y hueso no están consideradas, sólo la rentabilidad. Los mejores terrenos, aquellos de los que se puede sacar un gran provecho, están en manos de fraccionadores privados. No sólo en Acapulco, sino en todas las ciudades de nuestro país. Las barrancas y pendientes, los lechos de los ríos secos y los lagos son muchas veces las únicas zonas disponibles para los que no tienen recursos.

La tragedia no surge espontáneamente. Al contrario, se gesta durante años. En la mayoría de las ocasiones nace de la pobreza y el deseo de tener algo propio; se entreteje con los hilos burdos de la corrupción de autoridades que permiten los asentamientos en zonas peligrosas y líderes que lucran con votos y apoyo fácil. También requiere de una buena dosis de vista gorda de autoridades que se dan cuenta del peligro, pero que no quieren complicarse la vida.

En Tijuana se puede estar gestando una situación de esta naturaleza. En 1993, las lluvias dejaron una secuela trágica de muertos y destrucción en las zonas más pobres de la ciudad. Desde entonces, colonos y organizaciones exigieron obras que los protegieran contra nuevas rachas de lluvias.

El costo de tales obras hace necesaria la combinación de esfuerzos de los tres órdenes de gobierno. La Comisión Nacional del Agua y el gobierno federal se comprometieron con la administración estatal a aportar recursos para las obras pluviales que beneficiarán a cientos de miles de tijuanenses. Sin embargo, inexplicablemente, el gobierno del estado ha recortado su aportación de manera significativa, desestimando en los hechos el peligro real de nuevas tormentas. Esta actitud es todavía más irresponsable ahora que el fenómeno de El Niño nos envía huracanes como Paulina y amenaza con lluvias en Baja California, como las de 1993. Tal vez el gobierno de la entidad tenga ganas de probar su sistema estatal de protección civil y está dispuesto a poner la tinta para una desgracia anunciada. Sin embargo, después del dolor que se ha visto en Oaxaca y Guerrero, habría que exigirle reconsiderar sus prioridades y poner la vida en primera instancia. ¿Acaso no es mejor prevenir que lamentar?