La motivación del Premio Nobel de Literatura concedido a Dario Fo dice ``en la tradición de los juglares medievales fustiga al poder y rehabilita la dignidad de los humillados''. Eso, exactamente, es lo que ha hecho toda su vida (y continúa haciendo) ese juglar anárquico comunista, justamente irreverente frente a los aparatos solemnes y anquilosados de la izquierda tradicional y subversivo con respecto a los llamados Grandes de la Tierra (o sea, a los jefes estatales y a los dignatarios de la Iglesia católica, que en Italia, ocupan algo más que posiciones en torno al Trono de Pedro).
Fo, al conocer el dictamen de la Academia sueca, dedicó su premio a Adriano Sofri, Ovidio Bompressi y Giorgio Pietrostefani, ex dirigentes de Lotta Continua y presos políticos (``humillados'' por excelencia) que sufren las consecuencias de un montaje policiaco-judicial que deriva del asesinato del ferroviario anarquista Pino Pinelli (el de Muerte accidental de un anarquista).
Dario Fo --lo recuerdo-- ha sido él solo una fuerza política. No sólo porque colaboraba con todas las causas progresistas y, crítico con respecto a su propio partido, el Comunista, con la nueva izquierda y particularmente con Democracia Proletaria, de cuya dirección yo formaba parte sino, sobre todo, porque hacía de cada representación en su carpa de circo milanesa o en Roma o cualquier lugar de Italia un rito liberador, de alto contenido artístico e histórico, renovador del optimismo, de la esperanza. En su ``sala'' recubierta de las confecciones de cartón que se usan para vender huevos resonaban las carcajadas, las invectivas del público, las consignas coreadas, los cantos revolucionarios que acompañaban cada chiste del juglar, siempre relacionados con la actualidad política o cultural, o cada ironía sobre los poderosos, o sus imitaciones de su Bestia Negra, Bonifacio VIII, o de los cardenales de la Contrarreforma.
Por eso el Vaticano le odia, con rencor viejo y agriado, porque nada es tan subversivo como la risa y nada destruye más que el ridículo y por eso la cultura oficial acartonada experimentó el premio a Fo como si una mano irreverente palmease su prestigiosa asentadera.
He visto en Buenos Aires, en el teatro Municipal, en 1983, fanáticos religiosos arrodillados en el hall rogando a Dios en voz alta que Fo se quedase mudo mientras otros, con menos fe en la Providencia, trataban de atacar al teatro y le arrojaban petardos. Y he visto, en Italia, a los obispos laicos del entonces Partido Comunista, torcer la nariz con desprecio ante el solo nombre del juglar que, como los comediantes griegos, hacía que la risa penetrase en todos los Sancta Santorum de todas las Iglesias, obligaba a pensar, difundía ideas. Dario Fo, frente a una botella de vino y a un auditorio reducido o frente a miles de personas con las que se comunica solamente con su modo de mirar o de pararse, es antes que nada un actor. Sus obras, numerosas y exitosas, son el pretexto para su diversión y la de todos los seres pensantes y para la coelaboración, día a día, localidad por localidad, de una obra tácita colectiva. Eso le da sentido y valor a la literatura.