Los últimos días han sido difíciles para el país; el Presidente no ha podido dormir por primera vez desde que asumió el poder, quizás porque en esta ocasión a él no le llegó a tiempo el reporte de sus subalternos, de que las cosas no estaban del todo mal.
Para los cientos o miles de hombres, mujeres, niños y ancianos de la amplia zona afectada por el ciclón, la situación ha sido una pesadilla, primero por el azote de las fuerzas de la naturaleza y su secuela de caos y de todo lo que implica la lucha por la sola sobrevivencia, pero luego ante la incapacidad y la pequeñez de los hombres del gobierno para prevenir y enfrentar desastres; de ello se ha hablado ya profundamente en los medios.
Pero existe otro grupo que tampoco ha podido dormir por razones un tanto distintas. Me refiero a quienes por alguna razón desconocida e inexplicable no han pagado las tenencias de sus autos y tienen la agravante de vivir además en el Distrito Federal. Para algunos el desvelo ha sido causado por el tiempo empleado para visitar las oficinas de la Tesorería del DF y entregar su pago. Para otros, el motivo del insomnio ha sido causado por las preocupaciones de cómo pagar, mientras las autoridades del DF se rasgan las vestiduras por la abominable ``cultura del no pago'', que parece estar proliferando en la ciudad.
Lo que parece que a todos se nos ha olvidado, me contó ayer un amigo, es cómo empezó todo esto. Resulta que por allá de 1968, se le ocurrió a Gustavo Díaz Ordaz, o quizás a algún colaborador cercano, que el país estaba en aprietos por todo el financiamiento de las obras para las olimpiadas (entonces no se había descubierto que las olimpiadas podrían ser un gran negocio, y si lo sabían, se lo reservaron muy bien).
Se pensó entonces en que un grupo privilegiado de la sociedad contribuyera para enfrentar estos gastos. Fue así como se creó la Tenencia, un impuesto ``temporal'' que debía ser pagado por los dueños de los vehículos. El impuesto fue aprobado, por el congreso respectivo, sin que a ninguna de las nueve legislaturas siguientes se les ocurriera pensar en si ya se habían cubierto los objetivos que motivaron su entrada en vigor, y si las condiciones económicas actuales y, sobre todo, el eficiente uso de esos recursos aconsejan mantener tal impuesto, aún a sabiendas de que se trataba de un impuesto poco usado en otros países.
Las fallas de la memoria colectiva no se reducen a este ejemplo, la lista de casos parecidos es larga. Dos son quizás relevantes en estos tiempos de insomnio. Una de ellas tiene que ver con el incremento al IVA, ordenado por el presidente Zedillo y acatado e impuesto por la mayoría priísta de la Cámara, supuestamente para pagar el préstamo financiero otorgado por Clinton, cosa que ya se hizo.
El incremento impositivo constituyó un grave agravio a la sociedad, no sólo por los gestos conocidos del jefe de la Cámara, sino porque con él se hacía pagar todos los errores del gobierno (particularmente de sus jefes, que en esos momentos sí pudieron dormir, según parece) y la voracidad de unos pocos privilegiados. El incremento, se dijo entonces, además de facilitar el pago de la deuda recién contraída, permitiría superar la crisis, cosa que también ya sucedió según el propio Presidente. ¿Por qué pues se mantiene el impuesto sin regresarlo a su nivel anterior?
El otro ejemplo nos regresa de nuevo a Guerrero y Oaxaca con sus víctimas del ciclón, y tiene que ver con las promesas ya olvidadas de que al deshacerse de los lastres de las empresas paraestatales, el gobierno podría orientar más recursos al gasto social, cosa que desde luego no ha sucedido, como lo ha puesto de manifiesto el ciclón (tal como lo describió con claridad José Luis Linares en su columna de esta semana). Una posible lección de todo esto, es que a veces la amnesia suele producir insomnio, aunque tampoco debiéramos descartar que el insomnio produzca amnesia.