Jordi Soler
La revolución

La primera opción había sido programar canciones que hablaran de su obra y su leyenda. Hacer algo al respecto era obligatorio por varias razones, aunque había dos que destacaban: era justo homenajearlo y además estaba de moda. Entrevistas y reportajes por todos lados, programas de televisión, objetos con su efigie, una oleada de información del tamaño de un tsunami. Programar canciones empezó a parecer una solución tímida y mejor se optó por un programa especial con su historia y los testimonios de su biógrafos y sus amigos. Como era una estación de radio, el asunto de los testimonios podía resolverse con rapidez. Bastaba con invitar al personaje a la cabina y aplicarle dos o tres preguntas, o en un caso extremo, como sucedió la mayoría de las veces, podía utilizarse la vía telefónica.

``Estas son las ventajas de la radio'', comentó el productor prematuramente satisfecho, pensando que si el programa hubiera sido de televisión, se hubieran enfrentado con el problema de las imágenes, del maquillaje y del aspecto de los conductores, que tenían voz decente pero ya en la pantalla hubieran aparecido sus indecencias; hubiera sido necesaria una manita de gato, ``o más bien el gato completo'', murmuró el productor caminando por un pasillo rumbo a la oficina del director general. Acababa de comunicarse con la embajada cubana para que le dieran el número telefónico de los hijos del héroe. También pensaba aplicar entrevistas telefónicas a ciertos personajes clave del Congo, de Bolivia y de Argentina. Tantas largas distancias costarían un dineral y requerían de la autorización del director. ``¿Y no tendremos problemas con las autoridades''?, ``¿no te parece un tipo demasiado revolucionario?'', ``¿vendrá al caso este programa en la estación?''. El productor respondió como pudo a los argumentos del director. Básicamente explicó que todos los medios de comunicación se ocupaban del caso, que hasta los relojes. Swatch habían sacado una línea con su foto en la carátula y que además su poder revolucionario había muerto con él, 30 años atrás, en la escuelita de La Higuera, en Bolivia.

La autorización fue concedida sin más complicaciones y el productor reunió a su equipo para repartir el trabajo. Dos guionistas, el entrevistador, los locutores que para salir en televisión hubieran necesitado el gato completo y el operador del estudio. Los dos guionistas y el entrevistador se sumergieron, durante una semana con todo y noches, en las biografías autorizadas y no autorizadas del personaje, grabaron los especiales de televisión y asistieron a la Cineteca, con su cuaderno de apuntes, a la proyección de El diario de Bolivia.

Nadie previó que el personaje era contagioso. El operador del estudio, contagiado por el entusiasmo de los guionistas, que últimamente llegaban a la estación de gorra con estrella y pipa, empezó a leer las biografías y hasta el director, que vestía como es natural de traje y corbata, apareció un buen día con una camiseta que traía pintado el rostro del héroe.

Una semana después todos los integrantes de la estación se reunieron para darle forma al material que habían recolectado. El director, como era de esperarse, se ofreció para colaborar en la realización. La reunión comenzó con las entrevistas. Los hijos en La Habana, un colega en el Congo, tres en Bolivia, y un hermano bastardo en Buenos Aires. El operador del estudio opinó: ``Creo que deberíamos incluir el testimonio de algunos intelectuales mexicanos''. ``Y también faltan entrevistas más coloridas, por ejemplo una con la mesera del Café La Habana, quien lo atendía mientras planeaba la revolución'', dijo el director antes de pegarle una calada enorme a su pipa recién comprada. ``Y otra con Félix, el portero del Atlante, que es un tipo culto'', completó uno de los que se habían agregado de última hora a la reunión. ``¿Podrían dejar de fumar todos a la vez?'', pidió una de las asistentes que se asfixiaba con el humo de tantas pipas recién compradas. ``Creo que más bien deberíamos empezar con el planteamiento general del programa'', dijo el productor reacomodándose su gorra con estrella. ``¿Y si luego no concuerdan las entrevistas?'', protestó el entrevistador. Uno de los guionistas tuvo que alzar la voz para exigir que todos debían ajustarse al guión que habían preparado. El operador de estudio gritó que lo fundamental era seleccionar bien los efectos especiales. Uno de los locutores exigía a gritos que la locución debería ser a tres voces, y no a dos, porque había demasiado texto. El guionista replicó que el texto tenía la extensión adecuada, pero ya nadie lo alcanzó a oír; cada quien gritaba cosas por su cuenta, el salón estaba lleno de humo y el escándalo se oía más allá de la estación de radio. Aquello era una verdadera revolución.

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