Dice el presidente Zedillo, con su ya proverbial desacierto, que el desastre producido por Paulina (el huracán, no la bella) no debe ser utilizado con fines de propaganda política y menos para criticar la admirable obra de reconstrucción que están llevando al cabo, con increíble celeridad, todos los órganos competentes del régimen, con la generosa ayuda de la sociedad y, por supuesto, con la inapreciable colaboración del Ejército, que hoy distribuye su tiempo entre sus tareas persecutorias en Chiapas y otras partes en donde pululan indígenas alzados y campesinos rebeldes, la de perseguir el narcotráfico que tanta fuerza ha alcanzado, las de dirigir y entrenar a los cuerpos policiacos, y las de rescatar y proteger a la población de las zonas asoladas por el malévolo huracán de nombre tocayo. Eso, además de las funciones de cuidar la seguridad interior y defender la integridad de la nación frente a las agresiones del exterior, que le asigna expresamente la Constitución.
Todos los mexicanos debemos ver con simpatía y hasta con admiración el ciclópeo esfuerzo personal que está realizando el presidente Zedillo para contrarrestar los efectos de un fenómeno de la naturaleza cuya responsabilidad, evidentemente, no puede imputarse a ningún humano. Pero ello no nos impide formular algunas consideraciones de obvias consecuencias políticas.
La primera es que si la política neoliberal globalizadora y entreguista, que prevalece desde hace quince años, no nos hubiera dado preferencia a objetivos ligados con la inversión extranjera y con la promoción turística, buena parte de los recursos empleados en la infraestructura de las vistosas carreteras, los enormes hoteles y los bellos rincones para los visitantes, se hubiera dedicado a promover y fomentar las actividades de producción directa, especialmente las agrícolas, a construir obras de protección encaminadas a mejorar la seguridad de los habitantes y a construir habitaciones populares en lugares adecuados y con los elementos de seguridad requeridos, los efectos del ciclón no hubieran alcanzado las proporciones de catástrofe que revistieron. Seguramente muchos turistas no hubieran gastado sus abundantes dólares en Acapulco, ni previsores inversionistas hubieran obtenido las fabulosas ganancias de que disfrutaron (incluyendo al jefe Diego), ni muchos contratistas se hubieran enriquecido con carreteras y obras de ornato de elevado costo. Pero nuestros mexicanos humildes, destinados al alto papel de meseros o vendedores de fritangas, no hubieran sufrido la inmisericorde perturbación natural, en las condiciones más inadecuadas.
Por una segunda parte, el vertiginoso vuelo de Zedillo y su meritoria consagración personal a la tarea de reconstrucción constituye una muestra más del exceso presidencialista en que se encuentra hundido nuestro régimen gubernamental, que teóricamente postula el principio de división de poderes y el de distribución de funciones y, prácticamente, funciona como un sistema unipersonal en donde todas las decisiones importantes y todas las acciones significativas tocan ``al señor Presidente de la República''.
Si nuestros órganos integrantes de la administración pública contaran con las suficientes capacidades específicas de decisión y con los medios técnicos y económicos suficientes, no hubiera sido necesario que el presidente Zedillo interrumpiera su viaje de propaganda económica que, según dicen sus ad láteres, estaba resultando tan exitoso, pese a las protestas estentóreas de las organizaciones francesas defensoras de los derechos humanos universales.
Ese intempestivo viaje presidencial de retorno es una prueba más del peligroso grado de personalismo presidencialista en que vive el estado de derecho mexicano de 1997.
En tercer lugar, es conveniente señalar que, como consecuencia política del cataclismo, se ampliarán las funciones de las fuerzas militares que ya no sólo prestarán servicios de ayuda y rescate a la población afectada, sino que han sido encargadas del manejo y administración de la generosa ayuda de la sociedad civil para los hermanos en desgracia.
En virtud de la inquebrantable honestidad que han demostrado en su batalla contra el narcotráfico y como evidente desconfianza a los organismos civiles, se ha decidido poner en manos del Ejército el manejo y la distribución de las dádivas provenientes de la sociedad civil.
Esta novísima función que se le encomienda al ejército hace surgir dos preguntas:
¿En cuál texto constitucional se funda esta novedosa función militar, tan abiertamente contraria a lo dispuesto en el artículo 129 de la Carta Magna?, y
¿Cuál es el propósito y cuál la limitación de esa tendencia de ampliar el papel de las fuerzas militares, en las funciones públicas o de la sociedad civil?
En cuarto lugar, la postura adoptada por Zedillo de que no deben investigarse culpas ni exigir responsabilidades a los funcionarios públicos que incurrieron en negligencia, en imprevisión o en francas fallas o desviaciones en el cumplimiento de sus funciones, es una ilegítima extensión del campo de la impunidad con la que se ha venido protegiendo a grandes delincuentes como Carlos Salinas, Rubén Figueroa o Roberto A. Madrazo. De ninguna manera podemos aceptar que la urgencia fundada del trabajo de reconstrucción y salvamento puede justificar una ampliación de la política de impunidad contra los funcionarios públicos responsables.
Evidentemente, la Paulina natural no debe ser un pretexto para campañas partidistas: en eso tiene razón, extrañamente, el presidente Zedillo. Pero eso no es motivo para guardar silencio cómplice frente a la muestra de presidencialismo autocrático, ni a la pésima organización de la administración pública, ni el crecimiento renovado del militarismo renaciente, ni a la intentona de ocultar el gran daño que al país ha causado la política neoliberal entreguista y corrupta, ni la impunidad para excusar a los funcionarios públicos culpables.
Me atrevería a proponer que aprovechemos la malhadada ocasión de la Paulina sin apellido para, al mismo tiempo, reconstruir la zona damnificada, rehacer y fortalecer nuestra política económica asentándola en las posibilidades y viendo las necesidades de México, metamos a los soldados a los cuarteles en donde deben estar y limpiemos de corrupción y macrodelincuencia a nuestro país.