La Jornada sábado 18 de octubre de 1997

Luis González Souza
Extraño nacionalismo

En verdad podría llamársele un nacionalismo esquizofrénico, cuando no paranoico, al de nuestras autoridades. Aparatosos desplantes y encendidos discursos en defensa de la soberanía se registran allí donde ésta no es amenazada. En cambio, el derecho de México a autogobernarse ni siquiera es recordado allí donde aquél sufre claras vulneraciones.

Comencemos con la mas reciente ejemplificación de esto último. Otro ``acuerdo de protección'' a la inversión extranjera acaba de ser firmado, esta vez a favor de Alemania, durante la gira del presidente Zedillo por Europa. Ya antes se habían firmado acuerdos similares con Suiza, España y Argentina, y en la lista de espera aparecen Gran Bretaña, Francia y Holanda. Máxime en estos tiempos de globalización, es bueno alentar cierto tipo de inversión extranjera. Por ejemplo, aquélla que: 1) en vez de desplazar a la inversión nacional, la complemente; 2) en vez de lucrar en los circuitos de la especulación financiera, sea productiva; 3) en lugar de mantener a México como un adicto al pescado extranjero, ayude a que aprendamos a pescar primeramente en el mar del desarrollo científico-tecnológico.

No parecen excesivas esas tres condiciones. De hecho, la ley sobre inversión extranjera de 1973 establecía muchas otras. Pero luego todas fueron progresivamente eliminadas en una espacie de carrera hacia el suicidio. Los diplomáticamente denominados ``requisitos de desempeño'' fueron cayendo, uno tras otro, gracias al nuevo reglamento de 1989, la nueva ley de 1993 (misma que, en el discurso oficial, jamás habría de engrosar las concesiones a Estados Unidos) y la firma del TLC en ese mismo año. A todo lo cual ahora, cual broche de hierro, se agregan los ``acuerdos de protección''. Sólo falta expedir una Ley para el Reemplazo Total y Definitivo de la Inversión Nacional por la Extranjera.

Acuerdos como el recién firmado con Alemania no sólo alientan la virtual subasta de México. Además lo hacen en violación abierta de la Constitución. En su artículo 104, ésta dispone que es en los tribunales mexicanos donde se habrán de dirimir ``todas las controversias del orden civil o criminal'', incluyendo las derivadas de los tratados internacionales. Contrario a ello, los ``acuerdos de protección'' permiten que los inversionistas extranjeros acudan a tribunales extranacionales en caso de litigio.

No sobra decir que la incapacidad del Estado para hacer cumplir su propia Carta Magna es un indicador concluyente de una soberanía a la deriva. Pero frente a esto, el gobierno no protesta en lo absoluto. Más bien participa en la afrenta. En cambio, casi se envuelve con el lábaro patrio para protestar contra cuestiones que, lejos de dañar nuestra soberanía, la fortalecen.

Es el caso de la autonomía legítimamente reclamada por los pueblos indios y cuya violación --en nombre, claro está, de la soberanía territorial-- mantiene al filo de la hecatombe el conflicto en Chiapas... por lo pronto. No se quiere entender que una soberanía firme sólo puede construirse con ciudadanos y comunidades libres, autónomas.

Otro caso elocuente es el de los derechos humanos, por cierto íntimamente ligado al anterior, al menos por conducto de los derechos culturales. El cumplimiento de los derechos humanos no hace sino reforzar a un tiempo democracia y soberanía. Pero el gobierno prefiere impulsar la transgresión de esos derechos, e inclusive pelearse con organismos de la talla de Amnistía Internacional. Faltaba más: una incólume defensa de la soberanía obliga a repeler toda injerencia externa. O dicho más claro: nadie sino el Estado tiene el derecho soberano hasta de maltratar a sus súbditos.

Con un maestro así, es lógico que ahora hasta las autoridades de la UNAM, en hábil manejo de su autonomía, desplieguen una política policiaca contra estudiantes ``malosos'' (es decir: combativos). Pareciera que el lema de tan importante institución también habrá de modernizarse: Por mi raza hablará... el garrote.

¿Puede florecer la democracia sobre la tumba de la inteligencia crítica o de los derechos indígenas o de los derechos humanos en general? ¿Son ésos los usos más sanos de la soberanía y del nacionalismo? Francamente, no. Por eso urge alcanzar una verdadera democracia, ariete de una soberanía vigorosa lo mismo que de un nacionalismo constructivo.