José Cueli
El desmadre, máscara de la depresión

Con un cielo azul purísimo y el sol embrujado se encendió la plaza en medio de un místico sopor en el graderío. Dormían los olés en una quietud solemne. La muchedumbre deambulaba en religioso silencio hasta llenar el tendido. Un son de músicas graves venía apagado desde las costas de Acapulco y Oaxaca. Pasaban las mujeres vestidas de negro con el luto en las sedas, la voluptuosidad en el cuerpo y el aroma de los espectros de los desaparecidos en el huracán.

Desfilaban en silencio por el claro cielo azul el cortejo de espectros con sus sábanas invisibles y llenaban el aire de un limpio sonar a muerte. La plaza estaba llena de muerte, México está lleno de muerte. Pasaba el cortejo de espectros con los muertos en las costas y los desaparecidos pidiendo ¡perdón!

Olía el humo de los puros más vivamente y el aire se enrarecía más y más y se embalsamaba de incienso y olor a flor de cempasúchil. La muerte se adelantó y surgía esplendorosa en la gran pirámide torera que es la plaza, bajo su palio de piedra gris. Tenía la cara morena, y negros, muy negros los ojos y una tristeza de amores que no se encontraban y entre los labios se mordía un sonar de ¡ayes!

Cuajada estaba la plaza de muerte y surgía de entre las flores espectrales como la flor más desgraciada la muerta acapulqueña, que se detenía un momento y se volvía profundo silencio. Callaron las parches y los metales y no se oía los clásicos olés rasgadores de los aires tibios. Sólo el vibrar de la muerte torera que se enganchaba a la muerte que venía del océano Pacífico.

De pronto la muchedumbre impaciente negaba la muerte y empezó a echar desmadre. El Juli y Alfredo Gutiérrez rompieron el frío de muerte con el consabido regalo de dos becerrecos, después de fracasar en la lidia ordinaria con desgastada novillada de La Paz. Los gritos y los olés no correspondían a lo que sucedía en el ruedo, la gente gritaba por gritar. La muerte estacionó un momento y de las banderillas mágicas de los noveles a los becerros se exorcizó brevemente la muerte vida en graciosas ejecuciones.

El carnaval rápidamente se tornó nuevamente en depresión. En el crepúsculo la fosa de luz se hundía desnuda y dolorosa al borde de la noche que, formidable y oscura, ofreció su recital de muerte y lloró de amargura, derramando a su paso la angustia de los espectros que aleteaban en la plaza, en el país todo.

La muerte que reina en Oaxaca y Acapulco estaba en la plaza. La fiesta estaba muerta. Una pachanga en que la empresa demostró que es la autoridad al ordenar la salida de un becerro, a pesar de la negación del juez para que se lidiara. A un público depresivo con ganas de aplaudir maniacamente y gritar ``¡México! ¡México!'' le tenía sin cuidado las diferencias entre la empresa y las autoridades. En el microscopio de la ciudad que es la Plaza México, se podía observar que la autoridad está desbordada y el espectro de la muerte clareaba en la tarde azul esplendorosa.