Cada vez que la tragedia nos sorprende prometemos que ello no volverá a ocurrir. Más, cuando ella impacta a la colectividad y sus dimensiones alcanzan proporciones de lo absurdo.
Sin embargo, cuando se vuelve a presentar, nos damos cuenta de lo poco que aprendemos de la anterior, de lo lejos que estamos de hacer de la tragedia la mejor de las enseñanzas, el más sólido cimiento del futuro.
Y esto es aplicable no sólo a las tragedias naturales, frente a las cuales tenemos poco margen de maniobra, sucede en el espacio de la economía, de las relaciones sociales, de la política.
El tropezarnos con la misma piedra no es la excepción sino la regla, razón por la cual los enormes costos que cada tragedia conlleva, son nuevamente pagados cada vez que el ciclo se cumple.
Sin embargo como todo aprendizaje, el de la tragedia requiere de método para el cual la primera condición es la exacta revisión de sus causas, inducidas o naturales, personales o colectivas, controlables o incontrolables.
Es obvio que nadie quiere responsabilizarse de la tragedia y emplea todo tipo de argumentos para evadir la culpa presunta o verdadera, como es obvio también que un suceso trágico representa la inmejorable oportunidad para hacer prevalecer una tesis sobre otra, un grupo ante otro, un partido frente a su oponente.
De estas actitudes, tanto explicables como inconvenientes, se deriva el principal problema que hemos tenido para aprender de la tragedia y evitar que vuelva a presentarse. La poco clara evaluación de lo que sucedió, de lo que no funcionó, se ve dominada por las excusas y argucias para diluir la responsabilidad y por el alud de voces que pretenden la sentencia inapelable.
En la tragedia de Acapulco muchas cosas fallaron; unas atribuibles a la autoridad, otras a los individuos, como también muchas otras funcionaron con la oportunidad necesaria para evitar que la gran tragedia se desdoblara en muchas tragedias más, caso relevante el del Ejército mexicano que pudo instrumentar los mecanismos de ayuda y salvaguarda y en muy poco tiempo, merced a su organización y preparación. La confianza que los miles de damnificados entregaron a las fuerzas armadas, valora cabalmente esta eficacia.
Junto con la enorme tarea de reconstrucción que ahora se inicia, debemos aprovechar los nuevos equilibrios políticos para revisar con amplitud de miras, con responsabilidad, qué fue lo que falló, qué lo que funcionó, no para castigar o denostar, sino para aprender de la tragedia y evitar así que los enormes costos que implicó se conviertan en uno de los muchos que seguiremos pagando en el futuro.
La política, cuando es de verdad, cuando se convierte en la diaria construcción de los cimientos del provenir, demuestra que su eficacia radica justamente en ser capaz de aprender de la historia no sólo para evitar repetir sus errores, sino para crecer junto con ellos. La estoica lección de los guerrerenses y de los oaxaqueños, debemos convertirla en una lección de futuro y no en una oportunidad para la revancha del pasado.