Los días no esperan. Llegar con ellos es la única manera de llegar. Cualquiera otra combinación (llegar antes, muy antes, después o muy después) será una ausencia mal disimulada. Todo es actual de una sola vez por todas, y lo deja de ser en un tris. (Absorto en sus pensamientos, no se da cuenta que su mano izquierda, por decisión autónoma, truena los dedos.)
-Buenas tardes, hermano Calucas.
-Buenas las tenga, hermano Emeterio.
Calucas ve así interrumpido el finísimo hilo de su pensamiento. El cerebro se le ha tornado hipersensible, acusadamente despertador. Los sentidos se comportan demandantes y ni con el sueño toman punto de reposo.
En el dervichero son condescendientes con Calucas, pues distinguen la crisis de reconocimiento que atraviesa, propiamente una dolencia de las muelas, pero metafísica.
El hermano Emeterio, por lo demás, siendo el más simple de la comunidad, se dedica a las labores del cuerpo; le encargan el establo, las ventas del huerto y la deposición de la basura. Le toca andar pendiente del carro, no le alcanza la atención para las crisis interiores de los hermanos. A él sus pacas y sus palas, que los santones se refuerzan en arrebatos que a él le dirán lo que quieran, pero le siguen pareciendo ociosos.
Y cita como prueba de que tiene la razón el hecho de que nunca enferma.
-Nada como usar el cuerpo y las manos -suele jactarse Emeterio en la taberna, y sin soltar el vaso de vino exhibe la protuberancia férrea de sus biceps.
Uno de los problemas del dervichero, que explica en parte el grado de neurosis de los hermanos, es la acusada soltería que impera. Sumados a eso el rigor de la vida académica y el peso sicológico de las aventuras del pensamiento en que la mayoría están metidos, convierte a la neurosis en un sistema de vida, un círculo cerrado, un laberinto en permanente simposium que el habla vulgar identifica como ``torre de marfil''.
Para variar, es Emeterio el único que libra ese cerco. Sus aventuras galantes son secretos a voces en el pueblo, y al interior del dervichero un tema del que mejor no se habla.
No obstante, un día pidió el Hermano Mayor a Calucas que tuviera ``una palabra'' con Emeterio al respecto. Le pedía transmitirle una reconvención, por así decirlo, ya que el hermano Calucas había desarrollado una relación más amistosa con el vitalista Emeterio. Sobra decir que Calucas nunca intentó siquiera el esbozo de un reproche para Emeterio.
El hermano Brígido se encarga de las finanzas. De ése nadie habla. Todos agradecen, en silencio, que se ocupe de esas tareas. A Calucas le resultan impenetrables. Lo admira con la misma falta de entusiasmo con que admira al forzudo del circo o a los ágiles jinetes de las carreras parejeras, que gustan mucho en el pueblo.
A Calucas le cuesta trabajo imaginarse en las botas de Emeterio. Entre otras cosas, porque Calucas es el único hermano descalzo. Los otros, mal que bien calzan sandalias, zapatos llanos o tenis. Emeterio, dada la rudeza de sus labores, está autorizado a llevar botas.
Ser descalzo da una conciencia estrecha a Calucas en relación con sus pies. Los ve como entidades distinguibles. El derecho se llama Sebastián, el izquierdo Benjamín.
Un día Benjamín se metió donde no, como corresponde in extremis a todo pie izquierdo que se precie de serlo. Andaba (esa es la palabra: andaba) Calucas hurgando el desván del dervichero, entre legajos y los tomos polvosos de la Bitácora, cuando Benjamín encontró una grieta en el suelo de tablas y corrió a meterse en ella, con tal avidez que quedó atorado.
Pobre Calucas. Deveras batalló para sacar a Benjamín del predicamento que le costó una herida en el tobillo, una uña enterrada y el dedo pequeño seriamente magullado.
En el otro extremo de sí mismo, eso dio qué pensar a Calucas. Su Benjamín hubiese avisado a los ojos, éstos le hubieran explicado que no es conveniente para un pie meterse en grietas, y menos sin avisarle al dueño del cuerpo. Pero así es Benjamín, atrabancado y patidifuso.
Un buen día Calucas decide cambiar de aires, probar otro poco de mundo y en consecuencia abandonar el agradable abrigo del dervichero. Despide de todos, pero la única persona con quien intercambia palabras es Emeterio, quien a su vez, en un arrebato de afecto, descalza sus botas y las obsequia a Calucas.
-Son de piel de toro salvaje, hermano Calucas. Uselas para que Benjamín y Sebastián no distraigan sus pensamientos.
Calucas acepta emocionado, y de inmediato se hunde en serias dudas sobre si no le apretarán, si no rasparán el empeine. Pero se las pone, y muy orondo camina a la frontera.
A veces llegan cartas al Hermano Mayor, fechadas en países remotos. Emeterio, que se encarga de atender al cartero, mira la estampilla y suspira, pensando cosas del tipo de: ``¿Cómo pisarán mis botas de toro los arrozales de Macao?'' O ``¿será que en el Potosí Sebastián o Benjamín pateen sin querer con mis botas una cantera de oro?''
Las cartas, asegura el Hermano Mayor a Emeterio, tratan de asuntos ``más elevados'', de problemas matemáticos o sobre costumbres y creencias exóticas. Nunca hacen mención de las botas.
Emeterio suspira resignado y regresa al establo a rumiar con las vacas su curiosidad insatisfecha, que es la forma que en él adopta la nostalgia.