José Cueli
Neurosis traumáticas: secuelas lógicas

En una de las épocas más sombrías de nuestra historia, cuando la esperanza de la resurrección parece perdida para siempre, por si faltara algo, nos llegó Paulina como mar que recoge en callada marea hombres, mujeres y niños y huye en medio de un crepúsculo enorme, al rítmico horizonte de las aguas lejanas e, inertes, nos deja mirando dibujos de muerte.

Y es que si las tristezas humanas, consideradas de modo aislado, engendran en los hombres sensibles cierta rebeldía contra la crueldad del destino que tales sufrimientos acarrea, el dolor colectivo debería provocar, acrecentado, idéntico sentido. Sin embargo, pese a los mandatos de la lógica, no es así. Lo irracional se desborda frente al sufrimiento colectivo.

El sufrimiento de los marginales afectados por el huracán suele inspirar irritado desdén más que otra cosa. Diríase que, latente en la opinión pública, existe el convencimiento de que los males pueden y deben ser vencidos no obstante del gran número de los que sufren o que la sumisión de muchos es atentatoría de la dignidad y los derechos humanos más elementales. Tal vez influya en esta actitud,también, el nunca totalmente domeñado ``instinto de muerte freudiano'' que lleva a los unos a abusar de los más débiles, ad infinitum.

La sumisión a que tan largo tiempo han sido sometidos los indígenas en México, es en gran parte responsable de la mansedumbre con que han venido soportando las humillaciones infinitas sufridas, y que fenómenos naturales como el huracán descubren de manera dramática. Convendría que los gobernantes se dieran cuenta que el valor de lo ``mexicano'' se halla soterrado en los míseros tugurios que nos mostró Paulina.

El huracán fue un preludio recio --que no se quiso percibir-- chocando con las montañas en medio de las cuales se asientan los cuchitriles de mísero aspecto y vetusta traza, rodeados de árboles de viejo linaje, dejando muerte, desaparecidos y damnificados que se desesperan y no saben (ya ni que). Las chozas trepidan y resoplan, se ensanchan y crujen a su impulso las débiles techumbres que con trabajos intentan levantar las familias. Al fondo del fuego se calientan los moradores que extrañan el sol embrujador de otros días.

El ceño fruncido y al mismo tiempo resignado de los afectados --que vemos en la televisión-- lo dice todo. La obra penosa de levantar tugurios y escombros les empuja la frente sobre los ojos, la frente sobrecargada cede poco a poco, día a día, hasta que las arrugas afirman con trazo definitivo el ademán melancólico del rostro. La mirada en la lejanía, en un punto disperso, se pierde como se perdió todo entre el agua huracanada. Sólo neurosis traumáticas graves quedarán como marca de la indefensión. Neurosis que no son elaborables y anuncian nuevos traumas.