Horacio Labastida
El Che no ha muerto

El gran problema de nuestro tiempo es el de hacer triunfar a la libertad sobre la opresión; es decir, enfrentar exitosamente a la democracia, en su sentido más profundo, con las tremendas fuerzas que la vienen abatiendo desde los siglos XVII y XVIII. Igual que siempre --no se olvide a Atenas derrotada y arrasada por Esparta-- la democracia es una de las más sentidas aspiraciones de los pueblos, aun de los que con dificultades se dan cuenta de que hay un camino más allá de quienes caprichosamente juegan con sus destinos.

En todos los casos en que la democracia ha obtenido una pasajera victoria, las minorías usufructuarias del poder la manipulan de tal manera que sirva a los intereses de los menos y no a las demandas de los más. Así fue en la Inglaterra de la Gloriosa Revolución luego del entronamiento de Guillermo III, quien frente a las presiones parlamentarias no tuvo más remedio que aceptar la Declaración de Derechos (1689) y el Acta de Tolerancia, en el mismo año. Sin embargo, Inglaterra no gozaría de los trepidantes cambios, pues los señores encargáronse de ordenar las cosas en su favor tanto en el reinado de Guillermo cuanto en los periodos siguientes.

Jefferson y los suyos no fueron una excepción cuando emocionadamente se revelaron contra la sujeción de las antiguas colonias en el continente americano. Su expreso reconocimiento de la libertad en el célebre documento de Independencia (1776), igual que en la Constitución federalista (1787), no llegó a las mayorías de la población, pues éstas, las que lucharon al lado de Washington, vieron poco a poco desvanecerse sus esperanzas en beneficio de los latifundistas que poseían las tierras existentes, y de la floreciente empresa que pronto multiplicáronse en casa del Tío Sam, sin los estorbos feudales y nobiliarios del viejo continente.

El estallido de la Revolución Francesa (1789) y las tremendas conmociones que indujo en el resto del mundo, no renovaron el escenario de los pobres. Los antiguos súbditos de las monarquías absolutas se convirtieron en obreros o servidores hambrientos de las élites emergentes; éstas, hábiles y bien organizadas, supieron sembrar en sus escondidos huertos las fragantes flores que habían surgido en la época del derrumbe de La Bastilla y durante la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789, cuyo inolvidable artículo 1o. dice a la letra lo siguiente: ``Los hombres nacen libres e iguales en derechos, y las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la utilidad común'', texto incumplido hasta la fecha. La libertad y la igualdad continúan siendo sólo sueños de los hombres dignos, honestos y generosos. La Unión Soviética fracasó porque su nomenclatura hizo abortar la equidad y la justicia en la extensa república socialista fundada por Lenin, y en estos años hay muchos que dudan del futuro de una China, la nacida en 1949, que día a día está más y más infiltrada por las seductoras tentaciones del capitalismo y una cultura de ganancias, prestigios personales y goces que obstaculiza el acunamiento y la tonificación del hombre nuevo, o sea el que transforme su naturaleza animal por otra que lo perfecciona y ennoblece.

Esa cínica traición a la democracia y a la libertad humana es la que el Che denunció durante sus múltiples actividades revolucionarias. El logro de 1959, en Cuba, sólo fue el principio de la batalla, según lo anotara en uno de sus textos. La caída de Batista y el ascenso del pueblo a los centros del poder puso en alerta a las fuerzas conservadoras concentradas desde entonces en los Estados Unidos de Norteamérica. En este maravilloso país de Lincoln, el enemigo de la esclavitud, se preparan desde entonces todas las estrategias imaginables y por imaginar, para extinguir los focos libertarios. Ahora Cuba, a casi cuatro decenios de aquel punto de partida, sufre las más violentas agresiones de la Casa Blanca y del coro de sus seguidores en América Latina y Europa; nadie hace nada por ayudar a la patria de Martí; por el contrario, se acumulan obstáculos en el camino de su heroico pueblo o bien vistosas injurias como las que hizo el Primer Ministro español a Fidel Castro, en reciente congreso celebrado en Latinoamérica. Cierto, advertiría el Che, la revolución tiene que animar al conjunto de los pueblos, a los turbados por la cultura del dinero o a los que en el Tercer Mundo sufren la expoliación de las clases acaudaladas. La libertad madura en los afanes por conquistarla; sus enemigos no son pocos y disponen de recursos ultrasofisticados para aniquilarla, mas nadie renuncia a ella por ser parte sustancial del hombre; la opresión en cambio es artificiosa, sobrepuesta y accidental.

El Che no murió cuando lo asesinaron en Bolivia; está vivo y presente en las muchas conciencias que buscan hacer de la sociedad el lugar donde interminablemente germinen la verdad y el bien común.