La Jornada sábado 25 de octubre de 1997

Miguel Concha
El sofisma de la pena de muerte

Se han vuelto a levantar voces que piden la reimplantación de la pena de muerte, como una de las supuestas maneras de resolver el problema de la inseguridad en el DF. No obstante, argumentos irrefutables de naturaleza jurídica, política, penal y ética, impiden que tal pena pueda reimplantarse y aplicarse en nuestro país.

1. Aparentemente el párrafo tercero del artículo 22 constitucional permite la implantación de la pena de muerte para algunos delitos especialmente graves. Sin embargo, México ratificó en 1981 la Convención Americana de Derechos Humanos, cuyo artículo 4 señala que no se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido. Ahora bien, la eliminación de la pena de muerte comenzó en los códigos penales de México en la década de los años 30. Y la primera entidad que precisamente la desechó fue el DF en 1931. La última fue Sonora, en la década de los 70. Tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente, dice el mismo instrumento internacional desde el 22 noviembre de 1969.

De acuerdo con el artículo 133 constitucional, son ``ley suprema de toda la Unión'' los tratados internacionales firmados por México, y conforme al principio jurídico universal de que una ley posterior deroga a la anterior, plasmado en el artículo 9 del Código Civil Federal, el artículo 22 constitucional, en lo referente a la pena de muerte está derogado. Por tanto, nuestra Ley Suprema prohíbe en absoluto la reimplantación de la pena de muerte.

2. Aunque así no fuera, implantar y aplicar la pena de muerte sería contrario al artículo 18 constitucional, que expresa que los gobiernos de la Federación de los estados organizarán el sistema penal sobre la base del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación, como medios para la readaptación social del delincuente. El sistema penal, pues, debe tener como base la readaptación social del delincuente, según la Constitución. Su supresión física la impide definitivamente. La pena capital está vedada en nuestro sistema penal.

3. No existen pruebas concluyentes de que la pena capital contribuya sustancialmente a disminuir la violencia delictiva. En los países en donde se aplica no han disminuido los problemas de criminalidad. Esto indica que una pena más severa no contribuye en la misma medida a reducir la comisión de delitos. Pero además, siempre cabe la posibilidad del error judicial. Condenar a alguien a la pena de muerte cuando es inocente tiene efectos irreversibles. Por más avanzados que sean los progresos de la policía científica, si los hubiere, por más escrupulosa que sea la conciencia humana, siempre es posible un error judicial. Habría muchos inocentes --y uno solo sería demasiado-- expuestos a perder la vida, en aras de la justicia.

La justicia exige que los autores de los delitos sean sancionados. Pero, ¿por qué hacerlo con la pena de muerte? Las sanciones deben determinarse de acuerdo a un conjunto de valores o consideraciones humanas, éticas, legales y criminológicas. Deben buscarse opciones que no impliquen reproducir la violencia en nombre de la justicia y de la ley, violencia que en realidad se convierte en un acto de venganza.

4. La vida es el derecho humano de mayor jerarquía, y por ello resulta inviolable para los gobiernos, creados por los hombres para proteger los derechos, comenzando precisamente por el de la vida. El desprecio del delincuente por la vida de sus víctimas no puede ser imitado por el poder público menospreciando la vida del delincuente, so pena de perder la autoridad legal, ética y humana que sin excepción debe caracterizarlo. El crimen no debe combatirse con el crimen.

5. La pena de muerte, por ser un crimen, lesiona gravemente la justicia, atenta claramente contra el Estado de derecho y fomenta un clima de violencia en la sociedad. La pena capital no protege a ésta de la delincuencia, sino que distrae su atención de la necesidad urgente de métodos de protección eficaces que permitan combatir la impunidad y garanticen, al mismo tiempo, el respeto de los derechos humanos.

Al aplicar la pena de muerte a un delincuente, el gobierno priva en forma premeditada de un derecho fundamental a un ser humano, negando el valor de la vida humana que todos proclamamos como base de la justicia y la paz social.

6. El derecho a la vida no constituye un privilegio que el Estado pueda retirar. La vida es un derecho humano inherente a la persona, y, como la tortura o la mutilación, la pena de muerte es cruel e inhumana. Usarla es propio de los Estados represivos, y revela incapacidad grave para eliminar racionalmente las causas sociales del delito. Volverla a aplicar sería un grave e indeseable retroceso de nuestro Estado de derecho y vulneraría los valores cívicos acanzados por la sociedad mexicana.