Julio Frenk
Huracán: las muertes delatoras

Los estragos provocados por el huracán Paulina sacudieron la conciencia nacional. Sin embargo, ahora que la atención sobre este asunto empieza a diluirse, es indispensable que no se quede sin respuesta una pregunta de gran importancia tanto política como moral: ¿Fue este un acto de la naturaleza, imprevisible en sus consecuencias, o bien fallaron los sistemas humanos para prevenir el desastre?

A las secuelas de muerte y destrucción física se han sumado, desde el primer momento, agrias disputas sobre al grado en que la tragedia pudo evitarse. Parte de la discusión se refiere al número preciso de víctimas. Lo que subyace a este desacuerdo es algo mucho más profundo que un prurito por la precisión estadística. En todo desastre natural hay un número de muertes que suelen considerarse como inevitables ante la fuerza del fenómeno y ante nuestra propia vulnerabilidad. Es la constatación de esa vulnerabilidad la que nos mueve a crear sistemas para reducir al mínimo las muertes. La pregunta, entonces, es si las que ocurrieron en este huracán rebasaron el número de lo esperado como inevitable.

La salud pública puede ayudar a contestar esta pregunta crucial. De hecho, una de sus ramas es la prevención y la respuesta ante los desastres naturales, cuyas consecuencias más dramáticas se expresan en daños extremos a la salud, como las lesiones y la muerte. Uno de los conceptos clave en salud pública es el de epidemia que, contrariamente a la creencia común, no se limita a brotes de alta frecuencia de enfermedades infecciosas, sino que se refiere más ampliamente a todo evento de salud que rebasa la magnitud esperada. En el caso del huracán es necesario saber cuántas muertes eran de esperarse. Responder a esta interrogante no es sencillo, pues depende de la fuerza destructiva del huracán, además de la población en riesgo. La fuerza de Paulina fue grande y, sobre todo en Acapulco, la población expuesta fue numerosa. Sin embargo, aun en estas circunstancias adversas debe considerarse que, tal como lo señala una publicación de la Organización Pana- mericana de la Salud, por lo general los vientos huracanados provocan pocas muertes. A diferencia de los terremotos, la capacidad de anticipar la llegada de un huracán es alta, lo que permite hacer preparativos para reducir las pérdidas humanas y materiales.

Por supuesto que la preparación no puede dejarse hasta las últimas horas previas a que el huracán toque tierra. La evacuación de una población es un proceso complejo y costoso, para el cual es preciso contar con planes previamente difundidos. A juzgar por diversas declaraciones, Acapulco carecía de tal preparación, no obstante las reiteradas advertencias sobre la vulnerabilidad extrema de amplios grupos de población. Como en tantos desastres, el fenómeno natural es apenas el eslabón final de una larga cadena de imprevisiones que forman parte de la situación estructural de subdesarrollo.

Para tener elementos de juicio sobre la magnitud de este desastre, consideremos que la Clasificación Internacional de Enfermedades contiene un código para registrar las muertes por ``tormenta cataclísmica e inundación causada por tormenta'', lo cual incluye ciclón, huracán e inundación. Según los datos oficiales, entre 1990 y 1995 hubo en todo el país un total acumulado de 147 muertes por esta causa. Aun si aceptamos la cifra más conservadora -es decir, las muertes certificadas por el servicio médico forense, sin contar a los desaparecidos, la mayoría de los cuales seguramente habrá perecido-, resulta claro que el número de muertos por Paulina es excesivo pues, a pesar de concentrarse en dos estados y en un solo evento, rebasa con mucho el total nacional de seis años. Estamos, pues, ante una verdadera epidemia de lesiones fatales. Habrá que responder con energía y oportunidad para evitar que a ella se sumen otras epidemias por las deplorables condiciones en que han quedado los damnificados.

Estas muertes en exceso hacen eco de las palabras que Rudolf Virchow escribió en 1848: ``Las epidemias representan grandes advertencias, en las cuales los estadistas pueden darse cuenta de que ha sucedido una perturbación en el desarrollo de su pueblo, perturbación que ni siquiera una política despreocupada puede desatender por mucho tiempo''.

Como en tantos otros aspectos de nuestro desarrollo, el huracán vuelve a revelar una situación en que el país se queda muy atrás de lo que cabría esperar, dados sus recursos. Las imágenes de las masas de damnificados con los brazos en alto, en una mezcla de súplica y desesperación, corresponden más a un país en pobreza extrema que a uno de ingresos medios altos, como se nos clasifica con base en nuestro PIB per cápita. Los muertos por el huracán delatan, una vez más, esa dolorosa brecha entre lo que deberíamos alcanzar y lo que de hecho logramos.

En irónico contraste con nuestros intentos de inserción en los círculos económicos del mundo desarrollado, la epidemia representada por el desastre del huracán viene a ser el testimonio concentrado de nuestra crónica endemia de subdesarrollo.