En el mismo momento en que tiemblan todas las bolsas y la inestabilidad económica recorre, como un escalofrío, todos los continentes, aparece una tendencia a la reducción del horario semanal de trabajo que es contradictoria con el presumible reflejo de cautela que, en el mercado laboral y en las distintas sociedades, ha acompañado otras crisis anteriores.
A pesar del griterío unánime de las grandes organizaciones empresariales sobre la posible pérdida de competitividad que acarrearía a las economías un aumento del costo salarial resultante de la reducción de la jornada laboral manteniendo los mismos niveles salariales --situación a la que hay que sumar un posible aumento de la inflación y, por consiguiente, una caída de la ganancia y de la inversión potencial como consecuencia de la reducción del desempleo y de la ampliación del mercado interno y del poder adquisitivo de los asalariados-- en Grecia se llevó a cabo una huelga general en demanda de las 35 horas semanales de trabajo, Portugal rebajó a cinco días la semana laboral del sector público, Austria se enfila hacia las 34 horas, Francia legisla las 35 horas por semana --medida que provoca reacciones en la Asociación Patronal y cuya aplicación sólo se discute en el sector bancario-- y en Roma se realiza una gigantesca manifestación juvenil, convocada por Refundación Comunista, que prescinde de la angustia del presidente de la FIAT, Gianni Agnelli, por la suerte de la industria italiana en el mundo.
Es evidente que las ideas de unidad nacional, de reivindicar sólo la compatibilidad entre los salarios y la ganancia y de la concertación entre trabajadores y capital ya no prenden como antes. La propia ofensiva patronal en pro de la ``flexibilidad'' de la mano de obra o la emigración de capitales e industrias enteras al extranjero en búsqueda de salarios ínfimos y condiciones de trabajo esclavistas, así como el fin del Estado asistencial han desgastado esos conceptos.
La posición imperante de que en el mercado cada uno debe guiarse solamente por su propios intereses, en una lucha de todos contra todos, fomenta nuevamente la idea de que existen intereses contrapuestos entre el trabajo y el capital y de que el Estado, que es una relación cambiante entre ambos, es también una hegemonía que se conquista con la lucha cultural y política.
Porque quienes abogan por la intervención del Estado --pero no de un Estado paternalista ni asistencial, sino social-- donde se establezca más trabajo social y solidario y se dinamice el mercado interno reduciendo el desempleo juvenil, evidentemente no piensan en la tasa de ganancia de los empleadores y confían en cambio en una mundialización diferente, que resultaría, como en el siglo pasado, de la ampliación de las bases civilizatorias reforzando la solidaridad, el ocio creativo, el tiempo libre para ser ciudadano y generalizando esa lucha desde los países centrales hasta toda la periferia mundial.
Esta pérdida de consenso por parte de los que dominan y esa afirmación de independencia por amplias capas populares hacen presagiar un endurecimiento de los conflictos sociales y políticos en un momento en que la crisis arroja leña al fuego, la prosperidad inaudita del gran capital estimula las reivindicaciones y el debilitamiento importante del Estado y de los aparatos ligados a éste, como los sindicatos y los partidos, reduce las mediaciones.
Es evidente, por lo tanto, que con la mundialización no estamos en un ``nuevo orden'' ya cristalizado, sino en un proceso transitorio, no definido, que puede reservar muchas sorpresas, no sólo para los economistas oficiales, sino para todos los que olvidaron que la economía y la política son relaciones entre individuos de carne y hueso, con sus ilusiones y su conservadurismo, pero también con sus esperanzas, sus esfuerzos, su conciencia.