MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Habitación 14
Hace tres semanas que Daniel no se me aparece. Juraría que hoy viene. Lo sé porque en toda la tarde no se me han acercado ni las moscas. Entre ese hombre y yo sucede algo muy raro: al despedirnos jamás hacemos cita para una próxima vez; sin embargo, adivino cuándo volverá a buscarme. No por eso rechazo a los clientes; es más, ni tengo que hacerlo porque no me llegan, así que Daniel siempre me encuentra solita. Aunque nunca me lo haya dicho, sé que eso le gusta. A mí lo que me fascina es que nos toque la habitación 14: conozco todas las marcas del techo.
Daniel acostumbra llegar por Circunvalación. No me saluda, me mira y nos vamos juntos al hotel. Cuando nos entrega la llave, Arsenio me lanza una miradita en la que adivino sus buenos deseos: que conozca un hombre capaz de sacarme de este ambiente. No me hago ilusiones, comprendo que eso va estar en chino, pero de todas formas no pierdo las esperanzas de que me llegue un tipo decidido a arriesgarse en serio por mí. Sea quien fuere, mi Príncipe Azul no será Daniel. Ya tiene su vida: mujer, hijos y hasta hace poco también tenía un trabajo seguro. Ahorita nada más le quedan la esposa y dos muchachos -Sergio y Rolando- que, según me cuenta, no lo respetan. Lo dice porque desde que perdió el trabajo, todos los permisos se los piden a su madre y no a él.
Procuro tranquilizarlo haciéndole ver que los hijos siempre tienen confianza con la mamá. Daniel no me cree, sigue pensando que sus chamacos no lo toman en cuenta porque ya no es capaz de mantenerlos y darles lo que quiere, mientras que su mamá sí.
A Daniel lo despidieron el 18 de abril. Lo sé perfectamente porque es mi cumpleaños y ese mero día vino a buscarme por vez primera. ``Quince minutos, treinta pesos'' le dije. No me contestó. Sólo me hizo una señal para que lo siguiera al hotel. Desde que entramos al cuarto sentí su mala vibra. ``Algo le sucede a este tipo'', pensé y me acosté en la cama, del lado de la puerta porque temía que Daniel fuera de la clase de hombre que tienen las manos pesadas.
Aquella vez Daniel no me tocó. Nada más se quitó la corbata como si fueran a ahorcarlo con ella. ``Por mí, mejor, con tal de que me pague''. No lo dije, pero él adivinó mis pensamientos porque luego puso el dinero en el buró. Seguí callada. En este negocio entre menos hable una, mejor. De todas maneras, se me hizo medio gacho estar allí, como quien dice sin desquitar los treinta pesos, y me animé a preguntarle si le sucedía algo.
La risita de Daniel me pegó en la mera boca del estómago porque me recordó la de veces que me he reído para disimular que me está llevando el diablo. Comprendí que era eso lo que le sucedía a él cuando vi cómo se dejó caer en el sillón y me dijo: ``Todo. Me está pasando todo''.
Seguí muda para darle chance de que se desahogara. Daniel iba a hacerlo cuando Arsenio tocó la puerta: ``Flaca, ¿estás bien?'' Hace lo mismo siempre que me tardo más de quince minutos con un cliente. Tiene miedo de que alguno vaya a darme en la madre. Le contesté que no se preocupara. Yo no sé lo que haya pensado Daniel en ese momento porque enseguida agarró su corbata y se fue derechito a la puerta, sólo que antes de salir me dijo ``Gracias''. Llevaba años sin escuchar esa palabra -creo que ya hasta se me había olvidado su existencia- y de la pura emoción de que alguien me la dijera, me solté llorando.
En la noche, cuando se lo conté a Arsenio, me salió con un rollito: ``¿Qué se me hace que vas a enamorarte de ese tipo?'' Le dije que no: a los hombres casados los aguanto nada más de entrada por salida. ``¿Y cómo sabes que es casado?'' Ahí sí ya no supe qué contestar. Daniel no traía anillo pero por la forma en que se quitó la corbata y se dejó caer en el sillón, imaginé que seguramente hacía lo mismo cuando llegaba del trabajo para contarle a su mujer sus problemas. Esa tarde no lo hizo porque le dio vergüenza confesarle a su esposa que acababan de botarlo de su chamba. Ahora lo sé porque Daniel me lo contó después, cuando empezó a tenerme confianza.
De abril para acá, Daniel ha venido a verme once veces, pero no siempre lo hemos hecho; sin embargo platicamos como si estuviéramos descansando después de... Fumamos y él me cuenta muchas cosas: de sus batallas por conseguir trabajo, de lo chévere que va el negocio de su mujer -un salón de belleza que lleva su nombre, Linda- y también de las majaderías que le hacen sus hijos. Cuando Daniel grita: ``Esos muchachos no me respetan'', imagino cómo será dentro de unos años, cuando Sergio y Rolando lo conviertan en abuelo.
A lo mejor estoy equivocada, pero creo que Daniel me habla como lo hacía antes con su esposa. Eso me gusta y acabo imaginando que soy otra -Linda no: me cae mal- y que Daniel es mi marido. Mis sueños siempre terminan muy feo: cuando él me paga. Entonces vuelvo a ser yo. Siento horrible, sobre todo porque las últimas veces Daniel me ha dejado en el buró sólo monedas. No sé por qué, pero cuando las veo imagino que las tomó de la cajita donde caen las propinas para Linda. Con eso tengo para que me den ganas de llorar.
Daniel ni se lo imagina. El único que conoce mis sentimientos es Arsenio. Cada vez que se los confieso me regaña. No entiende por qué acepto a Daniel si podría tener clientes mejores, que cuando menos no me dejaran tan triste. Yo no le contesto. Aunque Arsenio es bien inteligente, no estoy seguro de que me entienda si le digo lo que me pasa con Daniel. No es amor, palabra que no. Lo que sucede es que siento muy bonito cuando nos despedimos y me dice: ``Gracias''. Entonces creo que soy importante y vuelvo a soñar que soy otra.